Originalmente publicado en El Libertario.
La configuración de la Plaza de la Constitución, sobre cuyo diseño Criss ha escrito eruditamente, incluye cuatro faros-pilares, cada uno ubicado en una de sus esquinas. La plaza está supervigilada por la estatua de Diego Portales, forjador de la República, quien no solamente está cubierto con una espléndida toga que magnifica su menuda figura real en el enorme estatista que fue, sino que además porta un pergamino que representa la Constitución de 1833 en su diestra. De esta manera, la Plaza de la Constitución es un homenaje no tanto al texto específico de 1833 (o de 1980), sino al espíritu republicano que incita la contención de la lucha por el poder en unos principios básicos nacionales y que, habiéndose encarnado en la persona de Portales, trascendieron su vida en el quehacer político del país hasta hoy. Este espíritu es simbólicamente guiado a la vez que sostenido por los faros-pilares que rodean la plaza.
Los faros-pilares, pues, simbolizan tanto fundamentos cuanto metas de la Constitución como medio para contener las fuerzas enfrentadas en la lucha por el poder y canalizarlas hacia un enfrentamiento verbal antes de que físico. Este orden ha sido roto en varias oportunidades durante los siglos 19mo y 20mo, pero no durante el 21ro. Desde la imposición de la República, luego del periodo de Secesión (1810–1833), siempre han existido voluntades que encuentran justificaciones para recurrir a la fuerza en sus esfuerzos por acceder al poder político: así lo hicieron los liberales en 1851 y nuevamente en 1859, José Balmaceda en 1891, el Comité Militar en 1924, Carlos Ibáñez en 1925, los amotinados de la Armada en 1931, el Partido Comunista en 1931, los socialistas en 1932, los nacionalistas en 1938, etc. No todos estos movimientos produjeron quiebres del orden institucional, pero sí justificaron el uso de la fuerza para acceder al poder político.
En declaraciones públicas de los años 1965 y 1967, el Partido Socialista repitió este mismo argumento: que es lícito utilizar la fuerza para acceder al poder político. Esta amenaza cobró vida con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), cuyo camino se vio facilitado con el acceso a la presidencia de Salvador Allende en 1970. Allende, pues, traicionó el espíritu constitucional al no impedir que las fuerzas enfrentadas por el poder se batieran físicamente: este el propósito principal de la Constitución en Chile.
La instalación de una estatua de Allende en uno de los vértices de la Plaza de la Constitución, reemplazando uno de los faros-pilares, tiene dos lecturas, pues. En primer lugar, es un reflejo de lo que efectivamente hizo Allende durante su gobierno, esto es, socavó los fundamentos del orden institucional y permitió el enfrentamiento armado de los grupos políticos en el país. No contento con esto, ingresó armas en el país y toleró la existencia de un campamento guerrillero en Corral. En segundo lugar, la instalación de esta estatua manifiesta la intención de continuar esta práctica nociva para la institucionalidad y la paz, es decir, el propósito de permitir que los grupos políticos se enfrenten físicamente y con armas en lugar de hacerlo a través del debate escrito y hablado. El reemplazo del faro-pilar es síntoma, por ende, de una provocación contra el orden institucional y contra la paz.
Este orden institucional ha prevenido que alguno de los grupos políticos confrontados se apodere del poder total e imponga sus condiciones caprichosamente sobre todo el país: por esto es importante. No se trata de un método absolutamente digno y aceptable para la vida civilizada, sino que actúa como una barrera de contención contra el totalitarismo. Y este método funciona sobre la base de ideas, no de personas particulares: por esto es que la figura de Portales no puede ser realista en la Plaza de la Constitución y por esto es que los faros-pilares deben contener figuras geométricas y no humanas. La idea de haber incluido rostros de estadistas notables en sus costados no les habría quitado protagonismo, en todo caso.
En vista del carácter simbólico de los faros-pilares y de lo que representa la Plaza de la Constitución como un todo, resulta inadmisible que alguno de ellos sea reemplazado con la estatua de una persona: no importa qué tan importante la consideremos. El reemplazo de ellos con una estatua implica, de inmediato, quitarle una de las patas de la mesa a la institucionalidad del país: este acto debilita tanto el orden cuanto la claridad de los fundamentos y objetivos de la Constitución. Reemplazar uno de los faros-pilares con la estatua de un presidente que violó abiertamente el espíritu de la Constitución parece una señal cuasi apocalíptica: es como expresar el deseo de que Chile se convierta en un territorio controlado de forma despótica por un grupo específico de personas que están conectadas por afinidad más que por institucionalidad.
No resulta tan sorprendente, entonces, que el actual gobierno esté tratando de reemplazar la Constitución actual con otra cuyos fundamentos y objetivos parecen extraños a los de todas las anteriores.