Cómo funciona el amor no correspondido

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“Conocí una chica ayer que me gusta mucho y es muy linda y nos dimos un beso”, le dije a una amiga, en mayúsculas, cuando la conocí. Tenía un gato que se llamaba Batman, sacaba fotos, escribía, tenía una chispa parecida a la mía en la esquina de los ojos cuando hablábamos de ciertas cosas. La primera vez que nos encontramos fuimos a ver una de Tom Cruise.

Eventualmente le aclaré que “yo me entero de que quieren darme un beso cuando recibo la carta documento”. Por suerte aquella vez no hicieron falta las formalidades burocráticas. Se llamaba Paz, y tomando nuestro primer café me dijo que le daba miedo decir algo muy tonto enfrente mío, una fantasía que aparentemente yo alimentaba. Le dije que no se preocupara: “No necesito que seas una enciclopedia, tengo internet”.

Sobre todas las cosas, Paz me generaba muchas ganas de compartir. De compartir todo lo que a esa edad ya había hecho, de todo lo que a esa edad ya quería hacer. De compartir, yo también, aquello que me daba miedo y aquello que me daba risa. Y quizá compartir alguna que otra curiosidad acerca de Batman, aunque ya no de su gato. No tengo idea de cómo en algún momento de mi vida pude decir esas palabras, pero le dije que realmente no había mejor momento en el que pudiera haberme conocido.

Transitar las primeras semanas cuando conocemos a alguien es como caminar sobre una superficie que bien podría estar cubierta con vidrios rotos —o papeles de caramelos. Y con una parte de nuestras vidas tan expuestas en internet, a veces lo que más queremos es que nos conozcan a través de quienes somos y no a través de aquellos opacos espejos.

Paz era vegetariana y no me costó mucho comprometerme con su causa. A veces nos gusta tanto alguien que no nos cuesta salvarle la vida a un montón de animalitos solo para impresionarla. Paz no lo sabía, pero yo nunca había sido bueno para improvisar. Supongo que tampoco sabía que para mí era más difícil no tener un plan que tener uno más bien exhaustivo, con opciones de respaldo, teléfonos importantes y un desfibrilador portátil. Más difícil que hacer un plan es hacer uno que no parezca planificado.

Cuando me enamoré de Paz sabía que iba a ser un problema. Más difícil que enamorarse de alguien es enamorarse y que no lo parezca. Un día decidí esperarla en una esquina con flores, que es una de esas tonterías que las películas nos enseñaron aunque no haya nada intrínsecamente romántico en las estructuras reproductivas de las plantas espermatofitas.

Mientras le mandaba un mensaje y ocultaba detrás mío el ramo, caí en la cuenta de que me estaba mirando desde la vereda de enfrente. Cruzó y se sorprendió por las flores. Eso fue curioso, porque ya las había visto. Paz pensaba mucho en todo. Yo pienso mucho en todo, también, pero nunca al punto de su desesperación. Era como si todo le pesara insoportablemente. Nunca había querido tanto que alguien dejara de pensar, pero no es para eso que uno estudia filosofía.

Con Paz aprendí que las despedidas pueden ser bellísimas. Nunca se llevó las flores que le regalé, y de eso un poco se lamentó, pero le dije que podía regalarle otras o llevarse esas cuando quisiera. A Paz le daba miedo la velocidad. A mí me daba miedo terminar como un mosquito en un parabrisas.

Por aquel entonces yo vivía en un departamento en las alturas. Podía mirar por la ventana y saber si iba a llover. O, al menos, podía saber en qué punto de la escala de grises las nubes amenazaban. Una mañana, luego de un fin de semana juntos, descubrí su paraguas en un rincón. Antes de que mi día siquiera comenzara, me fui hasta su casa y, antes de que el suyo comenzara, se lo di. Nadie quiere mojarse bajo la lluvia si eso no es parte de un plan.

Ella sabía que no era conmigo como yo era con ella. No solo lo sabía, sino que lo sufría. Quería ser de cierta forma conmigo, pero no parecía estar en ella la capacidad. Quizá el momento en que más puede asustarnos el miedo es cuando lo vemos asfixiar a alguien más.

Nada de originalidad hay en sentir cómo un corazón va rompiéndose. En Las penas del joven Werther (1744), un desconocido Goethe prácticamente hizo de la angustia del amor no correspondido un género literario. Tomó un par de siglos que el fenómeno llamara la atención de psicólogos dispuestos a descubrir qué había detrás de tanto espamento. Lo que encontraron es que la persona que no corresponde el amor tiende a sufrir más que la persona no correspondida.

Es la conspiración silenciosa de evitarle el mal trago a quien se enamoró lo que termina carcomiendo a quien no corresponde ese amor. Muy rara vez queremos lastimar a alguien gratuitamente, salvo cuando ese es nuestro deporte favorito. Pero hay muchos caminos que llevan al amor no correspondido. A veces en una relación platónica una de las partes se enamora. A veces nos enamoramos de alguien y creemos que es mucho más deseable que nosotros, casi al punto de sospechar de antemano que probablemente nos rechacen. La mayoría de las veces, no todo es tan claro.

Curiosamente, a medida que el tiempo pasa las personas recuerdan con calidez aquellas veces en que fueron objeto de un amor no correspondido mientras que aquellas en que su amor no fue bienvenido se disuelven. Como cuentan en Breaking Hearts: The Two Sides of Unrequited Love (1994), recordamos mucho mejor las veces en que nos amaron que aquellas en las que amamos.

Por más ruido que pueda hacer un corazón rompiéndose, aquello que sentimos nos es propio y de nadie más. Importa que nuestro amor sea correspondido, pero no sé si es lo que más importa. Duele y no se supone que deje de doler, pero mucha solacidad puede encontrarse en no desesperar. De nuestras mayores desventuras suelen surgir nuestras más entretenidas anécdotas. A veces lo único que distancia una desventura de una aventura es la forma en que la contamos.

“Estoy muy cansado de Paz”, le dije a otra amiga, tres meses luego de aquella primera salida. Había sido una semana, a todas luces, muy agotadora. Mi papá había tenido un infarto, un martes, y esa había sido la ocasión en que Paz había conocido a mi mamá, mi hermano, mis amigos más cercanos y a una constelación de personas preocupadas y algo asustadas. Franqueando una terapia intensiva, Paz había hecho de aclararme que no éramos novios su pasatiempo favorito. Sus temores habían hecho metástasis. De lo único que estaba segura era de sus dudas. Solo pude atinar a reprocharle que esperara al menos a que se terminaran las visitas al hospital para hacerme saber todo eso.

El viernes ya teníamos la fecha de alta de mi papá y yo tenía claro que quería pedir la baja. Si algo tuvo de inagotablemente entretenida aquella época en que un atisbo de autoestima aún quedaba en el fondo del tarro era la inesperada convicción de que yo valía un poco más que todo eso. Nunca me había enamorado así y, en descarada traición a mí mismo, sé que hubiera accedido a esperar un poco más, a ver si algo finalmente hacía clic.

Un corazón roto tampoco podía ser tan malo. Algo de sentido le daría a tantas canciones de blink-182, memorizadas obsesivamente. Esperar a que todo de algún modo se resolviera, con o sin infartos, hubiera sido la manera perezosa de esquivar un corazón roto. Un amor no correspondido nos pone de frente a nuestra propia ridiculez. Es imposible no reírse de uno mismo cuando todo termina. Es aquella humildad la que termina preservando aquellos “y qué tal si”, a los que nadie más puede acceder.

La última vez que dormí con Paz, casi como si de una manera muy retorcida Aristóteles estuviera escuchándome desde el armario, traté de decirle todo lo que me pasaba. Los argumentos y silogismos se sucedían y las contradicciones se hacían dolorosamente evidentes. Paz no sabía lo que quería, pero quería estar conmigo. Quería estar conmigo, pero no sabía si quería estar con alguien. A veces sin importar cuánto nos esforcemos, termina ganando el modus ponens.

A la mañana, muy temprano, y habiendo agotado todos los juegos de palabras, cursilerías y frases ingeniosas que podía tartamudear, le pedí que me abriera. Lo llamé a mi amigo Sano que vivía ahí nomás y le propuse un plan que no podía rechazar. Fuimos al supermercado y compramos todo lo que hacía falta para almorzar hamburguesas.

A veces las despedidas también pueden ser bellísimas. “Conocí una chica ayer que me gusta mucho y es muy linda y nos dimos un beso”, le dije a una amiga, en mayúsculas, cuando la conocí. Tenía un gato que se llamaba Batman, sacaba fotos, escribía, tenía una chispa parecida a la mía en la esquina de los ojos cuando hablábamos de ciertas cosas. La primera vez que nos encontramos fuimos a ver una de Tom Cruise.

Eventualmente le aclaré que “yo me entero de que quieren darme un beso cuando recibo la carta documento”. Por suerte aquella vez no hicieron falta las formalidades burocráticas. Se llamaba Paz, y tomando nuestro primer café me dijo que le daba miedo decir algo muy tonto enfrente mío, una fantasía que aparentemente yo alimentaba. Le dije que no se preocupara: “No necesito que seas una enciclopedia, tengo internet”.

Sobre todas las cosas, Paz me generaba muchas ganas de compartir. De compartir todo lo que a esa edad ya había hecho, de todo lo que a esa edad ya quería hacer. De compartir, yo también, aquello que me daba miedo y aquello que me daba risa. Y quizá compartir alguna que otra curiosidad acerca de Batman, aunque ya no de su gato. No tengo idea de cómo en algún momento de mi vida pude decir esas palabras, pero le dije que realmente no había mejor momento en el que pudiera haberme conocido.

Transitar las primeras semanas cuando conocemos a alguien es como caminar sobre una superficie que bien podría estar cubierta con vidrios rotos —o papeles de caramelos. Y con una parte de nuestras vidas tan expuestas en internet, a veces lo que más queremos es que nos conozcan a través de quienes somos y no a través de aquellos opacos espejos.

Paz era vegetariana y no me costó mucho comprometerme con su causa. A veces nos gusta tanto alguien que no nos cuesta salvarle la vida a un montón de animalitos solo para impresionarla. Paz no lo sabía, pero yo nunca había sido bueno para improvisar. Supongo que tampoco sabía que para mí era más difícil no tener un plan que tener uno más bien exhaustivo, con opciones de respaldo, teléfonos importantes y un desfibrilador portátil. Más difícil que hacer un plan es hacer uno que no parezca planificado.

Cuando me enamoré de Paz sabía que iba a ser un problema. Más difícil que enamorarse de alguien es enamorarse y que no lo parezca. Un día decidí esperarla en una esquina con flores, que es una de esas tonterías que las películas nos enseñaron aunque no haya nada intrínsecamente romántico en las estructuras reproductivas de las plantas espermatofitas.

Mientras le mandaba un mensaje y ocultaba detrás mío el ramo, caí en la cuenta de que me estaba mirando desde la vereda de enfrente. Cruzó y se sorprendió por las flores. Eso fue curioso, porque ya las había visto. Paz pensaba mucho en todo. Yo pienso mucho en todo, también, pero nunca al punto de su desesperación. Era como si todo le pesara insoportablemente. Nunca había querido tanto que alguien dejara de pensar, pero no es para eso que uno estudia filosofía.

Con Paz aprendí que las despedidas pueden ser bellísimas. Nunca se llevó las flores que le regalé, y de eso un poco se lamentó, pero le dije que podía regalarle otras o llevarse esas cuando quisiera. A Paz le daba miedo la velocidad. A mí me daba miedo terminar como un mosquito en un parabrisas.

Por aquel entonces yo vivía en un departamento en las alturas. Podía mirar por la ventana y saber si iba a llover. O, al menos, podía saber en qué punto de la escala de grises las nubes amenazaban. Una mañana, luego de un fin de semana juntos, descubrí su paraguas en un rincón. Antes de que mi día siquiera comenzara, me fui hasta su casa y, antes de que el suyo comenzara, se lo di. Nadie quiere mojarse bajo la lluvia si eso no es parte de un plan.

Ella sabía que no era conmigo como yo era con ella. No solo lo sabía, sino que lo sufría. Quería ser de cierta forma conmigo, pero no parecía estar en ella la capacidad. Quizá el momento en que más puede asustarnos el miedo es cuando lo vemos asfixiar a alguien más.

Nada de originalidad hay en sentir cómo un corazón va rompiéndose. En Las penas del joven Werther (1744), un desconocido Goethe prácticamente hizo de la angustia del amor no correspondido un género literario. Tomó un par de siglos que el fenómeno llamara la atención de psicólogos dispuestos a descubrir qué había detrás de tanto espamento. Lo que encontraron es que la persona que no corresponde el amor tiende a sufrir más que la persona no correspondida.

Es la conspiración silenciosa de evitarle el mal trago a quien se enamoró lo que termina carcomiendo a quien no corresponde ese amor. Muy rara vez queremos lastimar a alguien gratuitamente, salvo cuando ese es nuestro deporte favorito. Pero hay muchos caminos que llevan al amor no correspondido. A veces en una relación platónica una de las partes se enamora. A veces nos enamoramos de alguien y creemos que es mucho más deseable que nosotros, casi al punto de sospechar de antemano que probablemente nos rechacen. La mayoría de las veces, no todo es tan claro.

Curiosamente, a medida que el tiempo pasa las personas recuerdan con calidez aquellas veces en que fueron objeto de un amor no correspondido mientras que aquellas en que su amor no fue bienvenido se disuelven. Como cuentan en Breaking Hearts: The Two Sides of Unrequited Love (1994), recordamos mucho mejor las veces en que nos amaron que aquellas en las que amamos.

Por más ruido que pueda hacer un corazón rompiéndose, aquello que sentimos nos es propio y de nadie más. Importa que nuestro amor sea correspondido, pero no sé si es lo que más importa. Duele y no se supone que deje de doler, pero mucha solacidad puede encontrarse en no desesperar. De nuestras mayores desventuras suelen surgir nuestras más entretenidas anécdotas. A veces lo único que distancia una desventura de una aventura es la forma en que la contamos.

“Estoy muy cansado de Paz”, le dije a otra amiga, tres meses luego de aquella primera salida. Había sido una semana, a todas luces, muy agotadora. Mi papá había tenido un infarto, un martes, y esa había sido la ocasión en que Paz había conocido a mi mamá, mi hermano, mis amigos más cercanos y a una constelación de personas preocupadas y algo asustadas. Franqueando una terapia intensiva, Paz había hecho de aclararme que no éramos novios su pasatiempo favorito. Sus temores habían hecho metástasis. De lo único que estaba segura era de sus dudas. Solo pude atinar a reprocharle que esperara al menos a que se terminaran las visitas al hospital para hacerme saber todo eso.

El viernes ya teníamos la fecha de alta de mi papá y yo tenía claro que quería pedir la baja. Si algo tuvo de inagotablemente entretenida aquella época en que un atisbo de autoestima aún quedaba en el fondo del tarro era la inesperada convicción de que yo valía un poco más que todo eso. Nunca me había enamorado así y, en descarada traición a mí mismo, sé que hubiera accedido a esperar un poco más, a ver si algo finalmente hacía clic.

Un corazón roto tampoco podía ser tan malo. Algo de sentido le daría a tantas canciones de blink-182, memorizadas obsesivamente. Esperar a que todo de algún modo se resolviera, con o sin infartos, hubiera sido la manera perezosa de esquivar un corazón roto. Un amor no correspondido nos pone de frente a nuestra propia ridiculez. Es imposible no reírse de uno mismo cuando todo termina. Es aquella humildad la que termina preservando aquellos “y qué tal si”, a los que nadie más puede acceder.

La última vez que dormí con Paz, casi como si de una manera muy retorcida Aristóteles estuviera escuchándome desde el armario, traté de decirle todo lo que me pasaba. Los argumentos y silogismos se sucedían y las contradicciones se hacían dolorosamente evidentes. Paz no sabía lo que quería, pero quería estar conmigo. Quería estar conmigo, pero no sabía si quería estar con alguien. A veces sin importar cuánto nos esforcemos, termina ganando el modus ponens.

A la mañana, muy temprano, y habiendo agotado todos los juegos de palabras, cursilerías y frases ingeniosas que podía tartamudear, le pedí que me abriera. Lo llamé a mi amigo Sano que vivía ahí nomás y le propuse un plan que no podía rechazar. Fuimos al supermercado y compramos todo lo que hacía falta para almorzar hamburguesas.

A veces las despedidas también pueden ser bellísimas.


collage drawings” by Justyna Hołubowska-Chrząszczak (CC BY-NC-ND 4.0)

Lo que leíste es solo la mitad del correo enviado el 5 de agosto de 2018.
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