En Pontevedra, en el Concejo de Silleda y a la vera de un río legendario, el Deza, se localiza uno de los cenobios benedictinos más apasionantes y singulares de esa Terra Meiga, ancestral y legendaria, que es Galicia. Aquejado por el mal del tiempo, expoliado y abandonado durante muchos años, el monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, parcialmente rehabilitado en la actualidad, constituye un canto a la nobleza de un arte, el románico, que durante siglos estuvo considerado como el vehículo de expresión de la cristiandad. De tal manera, que algunos expertos en dicho arte, como Chamoso Lamas, llegaron a afirmar, rotundamente, que de no haberse convertido en una reprochable ruina, hubiera figurado entre los ejemplares más espléndidos del románico gallego.
Sus orígenes, si bien hasta cierto punto ambiguos y misteriosos, se remontan al siglo X, época de inquietas actividades, donde a las terribles razzias de Almanzor –a quien los cristianos consideraban como el azote de Dios-, había que sumar, también, las frecuentes incursiones de saqueo y rapiña de esos temibles lobos de mar, que fueron los viquingos. En su fundación, y como era costumbre en la época, intervino la mano generosa, si bien interesada, de los condes Gonzalo y Teresa de Deza. La figura de ésta última, es particularmente interesante, pues era tía de un personaje legendario y singular, de cuya vida –una oscura combinación de leyenda y realidad-, el subconsciente popular –o inconsciente colectivo de Jung-, retuvo, sobre todo, el mito del lobo que le acompañaba a todas partes, portando sobre su lomo las Sagradas Escrituras, en castigo por haberse comido a su mula: San Rosendo.
Pero hablar del monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, es hacer propias, así mismo, las palabras de Marcel Marnat, referidas a la desnudez de lo eterno. Tal es así, que aun desnudo y metafóricamente hablando, semeja –como la original, inmortalizada por Bottichelli-, una Venus renacida de la concha de la piedra y favorecida no sólo con el don de la belleza, sino además, con las virtudes del equilibrio y la proporción. Dentro de dichas virtudes y destacando como parte añadida a su singularidad, cabe mencionar el aprovechamiento del formidable desnivel sobre el que se asienta su ábside o cabecera –detalle, que además le confiere cierta consideración de unicidad-, a consecuencia del cual, se hizo necesaria la construcción, en primer lugar, de una cripta, elemento que constituye, por tanto, la parte más antigua del cenobio y aunque visitable, ya no conserva, entre sus impasibles claroscuros, los venerables sepulcros de los huéspedes, notables, es de suponer, que un día albergó.
Pero si este es un detalle interesante y cuando menos, digno de ver, no lo es menos echar un vistazo a su interior y especular con la llamativa rotonda que reproduce, cuando menos simbólicamente, esos patrones proporcionados por el denominado Sepulchrum Domini importado de Jerusalén y utilizado, según algunas fuentes, por la que quizás esté considerada como la más especulativa y esotérica de las órdenes medievales de caballería: la de los pobres caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. Es decir, los caballeros templarios. Tampoco sería éste el único caso que se localice en la arquitectura monasterial románica gallega, pudiendo citarse, como ejemplos complementarios, los monasterios de Santa María de Melón y de Oseira, ambos situados en la vecina provincia de Orense.
Parte de su ornamentación reproduce, en esencia, algunos de los arquetipos que, por su abundancia en los templos románicos de las cuatro comunidades gallegas, podrían ser considerados como una constante. A falta de la representación del tímpano de la portada sur o principal, en la portada de poniente –orientada hacia ese ocaso que supone el Finis Terrae-, nos encontramos con la presencia, por ejemplo, de los ancianos músicos del Apocalipsis, si bien parecen superar en número a los veinticuatro originales, temática a la que habría que añadir, también, esa especialidad en temas foliáceos que hacía de este arte, después de todo, un verdadero compendio de conocimientos botánicos digno de atención. Ello, por supuesto, sin olvidar aquellos otros elementos foráneos y mucho más antiguos, como las espirales, los laberintos, los polisqueles y los triples recintos celtas, con los que los canteros medievales transmitían unos conocimientos ancestrales, que poco o nada tenían que ver con la temática ortodoxa oficial.
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Toda una historia, llama la atención el espiral
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