Todos tenemos dificultades. Cosas que superar, cosas que no nos gustan de nosotros mismos. A veces sentimos esas cosas como si no fueran nuestras, como si alguien nos las hubiera puesto encima. Yo crecí oyendo continuamente que el dinero era escaso y difícil de conseguir. Mis padres, de clase obrera y de ideología de izquierdas en los tiempos de Franco, tuvieron que luchar duramente para traer dinero a casa. Seguramente dolidos porque las cosas no habían sido fáciles para ellos, nos inculcaron a mi hermano y a mi que la vida es dura, el dinero escaso y el poder corrompe, que los ricos son malos.
Aún en contra de esas ideas que la familia me había impuesto, el espíritu emprendedor es algo natural en mi. Puede que sea una simple reacción o puede que sea una vocación, no lo sé. El caso es que creo que hay que seguir los propios impulsos, sean los que sean… con lo que a los 21 años puse mi primer negocio, junto con dos amigos.
Ese negocio cerró. Y el siguiente. Y el siguiente, y el otro. Todos por mala planificación, discusiones entre socios o exceso de confianza. A mediados de 2007, ya con una larga y educativa ristra de fracasos a mis espaldas, decidí dar el salto definitivo y poner otro negocio yo solo, sin socios y sin cometer los errores pasados.
Para ello, doblé mi hipoteca. Tenía un apartamento con vistas al mar, comprado en 2004 por un precio muy bajo para aquellos tiempos en que los créditos se concedían como churros. Cuando pedí la ampliación, el banco no puso ningún problema: el apartamento tenía por entonces un valor de más del doble de la hipoteca que tenía contratada. Con gusto me la ampliaron.
Con el dinero alquilé y acondicioné un local, compré la maquinaria y una furgoneta (me quise dedicar al diseño e impresión de camisetas), adquirí stock, hice publicidad, contraté a un empleado… todo lo necesario. Una de las cosas que me enseñaron los anteriores negocios fallidos fue que había que empezar con todo lo necesario. Comenzar en pequeño y esperar a crecer no era viable, al menos en mi plan de negocios.
En enero de 2008, todo iba como la seda. El endeudamiento era máximo, pero las camisetas se vendían bien y a aquel ritmo, en un par de años hubiera comenzado a tener beneficios, una vez libre de la deuda.
…y llegó el verano de 2008. Se empezó a escuchar la palabra ‘crisis’ por todos lados. Las tiendas dejaron de comprar, aduciendo que tenían aún stock del verano anterior. El servicio de impresión a la carta bajó la facturación a la mitad. La venta minorista por Internet se mantuvo, pero esa única entrada de dinero no era suficiente para mantener la empresa. Tuve que pedir un crédito adicional, que avalaron mis padres con su casa. Yo era autónomo.
A principio de 2009, la situación se hizo insostenible, por lo que decidí cerrar. Intenté traspasar el negocio, pero no encontré comprador. Vendí la maquinaria y el stock que pude para hacer frente a las deudas más urgentes, y empecé a pensar cómo solucionar el resto.
Unos meses más tarde, el banco se quedó mi apartamento. Aquel fue un punto de inflexión. Me planteé seriamente cómo había llegado a esa situación. Mis amigos me decían que ‘cuando llega una tormenta, el capitán del barco no tiene la culpa’. Pero algo dentro de mi me decía que no, que siempre hay al menos una solución para un problema, y que si no había sido capaz de encontrarla era exclusivamente culpa mía.
Empecé a darme cuenta hasta qué punto me había dejado llevar por el pánico a que las cosas no fueran bien. En cuanto las tiendas dejaron de comprar, un miedo enorme a fracasar se apoderó de mí, y no había día en que no pensara en la posibilidad real de quedarme en la calle y que hasta mis padres tuvieran que pagar por mis errores. El sentimiento de culpabilidad se instauró en mí, y hoy en día sigue ahí. Me di cuenta de que había sido incapaz de superar esos sentimientos, y que probablemente esa incapacidad ayudara en gran parte a mi fracaso. Al fin y al cabo, una parte muy íntima de mí se repetía lo que me habían enseñado: la vida es dura, el dinero es escaso y los ricos son malos. Una parte de mí creía que hiciera lo que hiciera iba a fracasar, y así fue.
A día de hoy, esos sentimientos aún me acompañan. Trabajando muy duro he conseguido devolver casi la mitad de mis deudas. He hecho jornadas de 12 y 14 horas durante casi un año y medio, que me permitían facturar suficiente para vivir e ir resolviendo deudas… viendo la situación actual, debería estar contento, pero la sensación de que eso era lo único que merecía (trabajar muy duro sin dinero para mí) no me ha abandonado en ningún momento. El terror a volver a fracasar seguía ahí, y encima de ese terror había una sensación de prisa inmensa: o sigo trabajando a un ritmo inhumano, sea como sea, o me voy a ver otra vez en la misma situación. Y esta vez peor: los trabajos escasean, nadie me va a dar un crédito, las deudas siguen ahí y algunas han llegado ya a juicio, y como autónomo, no tengo derecho a paro.
Así que hace un mes, tomé una decisión: para salir definitivamente de aquí, antes que nada debo quitarme de encima esos sentimientos de miedo y culpa. Esas sensaciones me inhabilitan: es muy difícil pensar en una solución cuando en lo único que piensas es en el problema y sus aterradoras posibles consecuencias. ¿Cómo se quita uno un miedo? Atravesándolo. ¿A qué tengo miedo? A fracasar definitivamente, a quedarme en la calle sin nada. ¿Qué debo hacer entonces? El mismo miedo lo dice: quedarme en la calle sin nada.
Así, decidí que el pasado viernes 11/11/11 iba a hacer un acto simbólico para atravesar ese miedo: me iba a Barcelona, a 100 km de casa, sin dinero para volver ni comer. Me decidí a mendigar hasta conseguir el dinero suficiente para comprar el billete de vuelta. Si lo conseguía, habría superado el miedo. Me tendría que enfrentar a uno de mis mayores terrores y superándolo, podría guardar el recuerdo de haberlo conseguido como una especie de amuleto mental al que recurrir cuando el terror volviera a asaltarme.
Obviamente algo dentro de mi me decía que esto es una tontería, que no tengo por qué hacerlo, que posiblemente no iba a servir para nada, que aunque lo hiciera no iba a conseguir el dinero… pero solamente el tomar la decisión de hacerlo ya empezó a ayudarme. Saber que soy capaz de hacer cualquier cosa, por inverosímil que sea, para superar mis propios miedos, es algo que inevitablemente sube la autoestima. Así que decidí no escuchar a mis propios miedos y por aterrado y tonto que me sintiera, hacerlo de todos modos.
Dejé de afeitarme y arreglarme durante todo el mes. Seleccioné las ropas más raidas que tenía, y el día 11 a las 7:45 cogí el tren a Barcelona, acompañado únicamente de una bolsa, el DNI y un rotulador. No sabía dónde iba a ponerme ni cómo iba a hacer eso de pedir. Lo único que tenía claro es que lo primero que necesitaba eran unos cartones donde escribir por qué estaba pidiendo.
Durante todo el mes de preparación, surgió un sentimiento que no esperaba: vergüenza. El simple hecho de salir a la calle sin arreglar ya me daba vergüenza. Me sentía juzgado por los demás por mi aspecto dejado. Una parte de mi se llegaba a enfadar, pensaba que los demás no tenían derecho a juzgarme por mi aspecto, no sabían por qué iba con esas pintas… esa vergüenza se multiplicó por mil en cuanto subí al tren, ya vestido como un mendigo. Me sentí encoger con cada mirada. Pensaba ‘si ahora me siento así, ¿cómo voy a sentirme cuando esté pidiendo? ¿seré capaz de encontrar cartones? ¿Y si no consigo el dinero para volver? ¿Y si tengo que estar todo el día sin comer? ¿Y si al final tengo que recurrir como sea a alguien para volver, y si vuelvo a fracasar?’ La cabeza me iba a mil por hora, y el corazón me gritaba que estaba loco, que no sabía lo que hacía, que no tenía por qué hacerlo.
Los sentimientos durante todo el día fueron bastante confusos. No dejé de sentir una vergüenza intensa, pero por momentos también sentía rabia y pena… y hasta me sentía un niño pequeño, incapaz de llevar su propia vida, teniendo que pedir y siendo totalmente dependiente de los demás. Las emociones e ideas fueron una maraña constante. Las cosas fueron así:
A las 9:30 llegué a Barcelona. Bajé en Passeig de Gràcia, dispuesto a buscar un lugar transitado tal como me dictaba la lógica. Empecé a caminar. En ese momento experimenté otra sensación curiosa, como si fuera un zombie: caminaba y caminaba, sin atreverme a parar. Por mucho que ya estuviera allí y sin dinero, parar y escoger un sitio era como decir ‘ahora sí, lo estás haciendo’, y ello me aterrorizaba. Decidí centrarme en buscar cartones y una vez los tuviera, escoger sitio. Mientras bajaba hacia Plaza Catalunya, miraba en los exteriores de las tiendas en busca de cajas. Los contenedores de cartón eran también una opción obvia… pero sólo pensar en acercarme a uno de ellos y meter la mano me mataba de vergüenza. Si ya me costaba aguantar las miradas de la gente con mi aspecto de mendigo, ¿cómo iba a soportarlo hurgando en un contenedor?
Llegué a Plaza Catalunya sin encontrar cajas en el exterior de ninguna tienda. Me dirigí hacia Urquinaona. En el trayecto, se hizo obvio que iba a tener que recurrir a los contenedores. Encontré cuatro en el camino, sin atreverme a acercarme a ellos. Cuando llegué a Urquinaona, me sentía totalmente perdido y encerrado: estaba allá, pero no me atrevía ni a hacer lo más ‘fácil’. En ese momento recordé una frase: “Está bien tener miedo, pero no ser un cobarde”. Así que me decidí, giré de nuevo hacia Plaza Catalunya… y me acerqué al primer contenedor.
Tengo vértigo. No me da la gana que el vértigo me evite hacer cosas, así que en mi vida si se plantea la oportunidad de hacer cosas como subirse a una montaña rusa, escalar o tirarme al mar desde unas rocas, lo hago de todas maneras. Cuando lo hago, hay un momento justo antes de lanzarme en que parece que el mundo se vaya. Dejo de oir y tengo la sensación de dejar de respirar durante un instante, el instante en que paso a través del vértigo, casi como si muriera por un momento. Meter la mano en el primer contenedor fue exactamente así.
Ese contenedor estaba vacío, y los cuatro siguientes también, pero ya no tuve la misma sensación. Pasé un pequeño momento de alegría mezclado con la vergüenza intensa de verme observado, al haberme superado por primera vez en el día. ‘No es para tanto’, pensaba. Al menos, la vergüenza de rebuscar en los contenedores no era tan intensa como pensaba antes de hacerlo. Me di cuenta entonces de lo que tiene que pasar alguien que de verdad está en la calle cuando se vé abocado a buscar en un contenedor. Yo sentí alegría porque hacía aquello por superarme, pero ellos debían sentir una desesperación inmensa. Para mí, fue como ‘entrar’ a la situación y atreverme me sentó bien, había superado un escollo. Mi cabeza me repetía una y otra vez ‘Tú no necesitas hacer esto’, pero ellos… para ellos, era justo lo contrario. Eso debía hacerles ver que realmente se encontraban en la calle. Sentí una compasión inmensa. Pero justo había comenzado el día, todavía no había superado el miedo y la vergüenza más intensos.
Recordé que la parte de atrás de la Fnac suele tener cajas acumuladas, así que tras no encontrar nada en los contenedores me dirigí allí. Y ahí encontré un montón de cajas del Starbucks. Esta vez dudé menos, me acerqué a las cajas y escogí las que me parecían mejor. Otra vez las miradas de la gente, y esta vez otro pensamiento que no esperaba, por obvio que fuese: que para quien está en la calle, lo que hay en la calle es el único recurso que tiene. Aunque no fuera mi situación real, me volví a sentir un niño desvalido. Ya ni siquiera pensaba que yo sí tenía otros recursos, estaba totalmente metido en el papel, dentro de mi vergüenza.
Encontrar los cartones en cierta manera me aterrorizó: una excusa menos para hacer lo que tenía que hacer… pero después de haber superado los primeros momentos críticos realmente no había excusas. Así que con el pecho encogido me dirigí a Plaza Catalunya, donde había visto un sitio que me pareció adecuado: una de las entradas a la plaza, delante del Corte Inglés.
Llegué al sitio, y llegó el momento de máxima vergüenza: sentarse y poner el gorro delante mío. En mi cabeza parecía que podía oir los pensamientos de la gente juzgándome al verme sentarme en la acera. Me sentía terriblemente compungido. Estaba pasando por mi miedo de forma directa, estaba aterrorizado, y me costó mis buenos diez minutos atreverme a moverme para escribir en el cartón. Estaba paralizado por las miradas de la gente. Viví cómo se siente alguien la primera vez que se sienta en la calle a pedir, la intensa vergüenza, la aceptación de haber sido derrotado, la desesperación de depender exclusivamente de los demás. Por primera vez, estaba al otro lado: era ese mendigo que vemos tirado por la calle.
Llegó un momento en que me di cuenta de que los sentimientos no se iban a ir mientras estuviera ahí expuesto, así que más valía acabar de hacer todo lo que tenía que hacer. Cogí un cartón y el rotulador y escribí, pensando en cómo me sentía en ese momento y cómo me había sentido en los momentos en que había visto un mendigo en la calle. No quería mentir y una parte de mí quería tocar a la gente en su parte sensible, para que el acto fuera lo más efectivo posible. Así que me interrogué qué me tocaría a mi en mi sensibilidad sin mentir y escribí: “Me da tanta vergüenza tener que pedir como a ustedes verme aquí”. Tuve que escribirlo en dos cartones diferentes, ya que en el primero la letra me salió tan pequeña y compungida que no se leía.
Eran las 10:30. La única manera en que me sentía medianamente cómodo era estando totalmente quieto y con la cabeza agachada. No me atrevía a mirar a la gente a la cara… pero no era del todo porque me diera vergüenza estar allá. Era más porque no quería ser ese mendigo que te mira suplicante, que te hace sentir mal por pasar de largo y no darle nada. Quería que si alguien me daba algo fuera exclusivamente porque ejercitaba su compasión, porque se sentía conmovido por mi situación, porque pensara que igual podía tocarle a él algún día. No quería presionar a nadie dando pena activamente, y tampoco me sentía capaz de hacerlo.
Así, inmóvil, estuve una hora y media. Cuando se acercaba alguien a dejarme unas monedas, casi no podía hacer otra cosa que levantar la cabeza, mirarle a la cara y decirle ‘gracias’ con un hilillo de voz. Estaba aterrorizado… pero poco a poco, a medida que la generosidad de la gente me sorprendía, la sensación se iba disipando. No puedo decir que estuviera cómodo, pero el miedo sí iba desapareciendo y lo sustituía la vergüenza de todo el día. Esos momentos fueron los primeros en que pensé que podía encontrarme alguien conocido. La vergüenza se iba transformando de un sentimiento de juicio y dependencia a uno de tener que explicar por qué estaba allá.
Durante esa hora y media viví una auténtica transformación. El miedo fue desapareciendo a medida que conseguía dinero y me daba cuenta de que, en el hipotético caso de que me quedara en la calle, no me faltaría comida y podía conseguir dinero para dormir. También fue disminuyendo al darme cuenta de que hay mucha más gente compasiva y generosa de la que creía. Yo mismo he pasado muchas veces de largo delante de un mendigo, me he negado a darle nada a alguien que veía con pinta de yonki, he ignorado a gente que venía pidiendo y he dado unos pocos céntimos cuando he dado algo. Darme cuenta de que no todo el mundo era como yo fue una auténtica revelación. En sólo una hora y media había conseguido el dinero para volver y hasta para comprar comida. Hubo gente que me dio hasta tres euros, y muy pocos me dieron menos de uno. Cuando me di cuenta de que en ese breve lapso de tiempo ya había conseguido el dinero, ya podía volver, me eché a llorar con una mezcla de sentimientos: una liberación enorme, un ‘sentirme tonto’ por haber tenido tanto miedo sin razón, un agradecimiento gigantesco al mundo, un sentimiento de superación, un expresar la vergüenza de todo el día… Después casi tenía ganas de reír. Al dejar de llorar, cuando me tranquilicé, me di cuenta de que ya no hacía nada allá, así que me levanté y fui hacia la estación.
En esa hora y media transformadora, vi y sentí muchas otras cosas:
Todo el que me dio algo sonrió mientras me lo daba. Yo me sentía obligado a corresponder esa sonrisa. Me extrañaba que sonrieran, era como si al darme dinero yo tuviera que demostrarles de alguna manera que me hacían bien, que eran correspondidos. Eso me hizo pensar que quizás la compasión sea en el fondo un sentimiento egoísta, algo que puede que hagamos no sólo por ayudar sino por sentirnos bien con nosotros mismos. Recordé otra frase: “Lo que das, te lo das; lo que no das, te lo quitas”. Que en el fondo la compasión sea un sentimiento egoísta no le quita ni un ápice de valor: si todos fuéramos así de ‘egoístas’ el mundo sería un sitio mejor, por cursi y manido que suene. Me di cuenta de que ejercitar la compasión y la generosidad sin juzgar a quién pide es básicamente útil y sano para quien da.
Comprendí la rabia que debe sentir quien está pidiendo en la calle por necesidad y es ignorado. Mucha, muchísima gente pasaba de largo. Todos los que me dieron algo primero pasaron por delante mío, leyeron el cartel y retrocedieron para dejarme la limosna, incluyendo a una monja, quién yo creía que sería compasiva por ‘obligación’ moral. Un patinador saltó por encima de mi cartel por no desviarse de su trayectoria. Varias parejas de turistas se plantaban a hacerle fotos a la plaza a menos de medio metro de mi, ignorándome por completo. Me pregunté cómo debía sentirle eso a un mendigo real, verse ignorado como un papel tirado por la calle. Me di cuenta de cómo deshumanizamos a la gente de la calle. Las razones pueden ser múltiples: ideología, culpabilidad, insensibilidad, problemas propios… pero entonces me planteé que, para sobrevivir, seguramente ese mendigo al que deshumanizamos haga lo mismo con el resto de la gente, y llegue un momento en que no le importe lo más mínimo cómo se siente la persona a la que le pide. “Lo que das, te lo das”. Entendí cómo son capaces de superar la vergüenza los que piden en la calle y llegar a hacer lo que sea: con la rabia de saber que tienen un problema y mucha gente no solo no les ayuda, sino que los trata como trapos. Me di cuenta de que lo peor que puedes hacerle a alguien que te pide, lo peor de lo peor de lo peor, es dejar de tratarlo como a una persona.
Sentí un agradecimiento enorme, y la comprensión no racional de que posiblemente nunca me veré en esa situación… y si me veo sabré salir. La mayoría de los que ves por la calle tienen problemas enormes. Yo me siento agradecido por no tener esos problemas, por tener recursos, familia, amigos, formación. Me di cuenta de que el excesivo miedo que sentía era un miedo aprendido, precisamente no racional ni basado en una posibilidad real. La sensación de triunfo sobre mi mismo en cuanto empezó a moverse el tren de vuelta es algo que no olvidaré.
Me siento enormemente agradecido a todas las personas que me dieron dinero en ese día. En mi fuero interno, les doy las gracias por haberme demostrado que se puede confiar en la compasión de la gente, haberme enseñado que no estaba siendo tan bueno como podía ser, por darme una lección de generosidad y haberme ayudado a superar mi miedo y vergüenza paralizantes. Este acto me ha cambiado mucho y para bien. También en mi fuero interno, les pido perdón por haberlos ‘engañado’: estaban dando dinero a alguien que creían necesitado de verdad, y en ese sentido sí puedo sentirme un poco culpable por haberme aprovechado de su compasión de forma egoísta para superar mis miedos… como sucedió con la última persona que me dio limosna, la que me proporcionó finalmente el dinero para volver. Esa persona me dejó las monedas y volvió para interesarse por mí. Se presentó, se sentó conmigo, me invitó a un cigarro y me pidió con mucha delicadeza que le explicara cómo había llegado a esa situación. “No tienes la típica pinta de tirado por la calle”, me dijo. Yo, con triple vergüenza, le expliqué cómo había perdido la casa, cómo me quedé sin sueldo ni derecho a paro, que ese era mi primer día en la calle… pero obvié que sí que tenía recursos y un sitio al que volver. Esa persona, Jose se llamaba, personificó todo lo bueno que había aprendido de la jornada: alguien compasivo, que me trataba como una persona, que se interesó por mí y que fue generoso sin egoísmo alguno. Le costó despedirse, le dolía irse y dejarme allí sentado sin poder hacer nada más que darme unas monedas. En estas líneas quiero dejarle un GRACIAS enorme porque si hubiera más gente como él, por manido que vuelva a sonar, el mundo sería un sitio mucho mejor.
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