Foncebadón es un lugar extraño y misterioso, que conocen y a la vez temen muchos peregrinos. Situado en un punto elevado de esos parajes, solitarios y agrestes que conforman este punto de los montes Aquianos, el lugar rezuma todavía, al cabo de los milenios, el influjo amenazador y sobrenatural de inquietantes presencias a las que las sociedades pretéritas rendían pleitesía siglos o quizás milenios antes de que los misioneros cristianos avanzaran temblorosos, protegidos por el mantra purificador del Te Deum Laudamus, el escudo de la cruz y el no menos purificador fuego de unas antorchas que se cebaban con unas acogedoras pallozas celtas, en cuyo interior, poderosas deidades recibían cumplida veneración.
Tal vez por eso, y porque los legionarios romanos que también pasaron por allí, llevaban adherida a su nuca la mirada recelosa de Diosas ctónicas y lares de los caminos –hambrientos de veneración de caminantes, a los que favorecían o maltrataban-, el peregrino –con el beneplácito de una Iglesia que prefiere mirar para otro lado, solidarizándose, quizás, con el antiguo dicho de que ojos que no ven, corazón que no siente-, respira aliviado cuando deposita su tributo, esa piedra que tenía previamente preparada en su mochila, y continúa su camino, confiando en una suerte y unos favores que en ocasiones malbarataban las peligrosas bandas de perros salvajes, salteadores y asesinos que merodeaban por allí.
Algunos ilustres viajeros, como la actriz norteamericana Shirley McLaine, recuerdan, tras publicar sus experiencias en el Camino de Santiago, el terror tan sobrehumano que sentía por los perros de este lugar, si bien, para otros, como el no menos famoso escritor Paulo Coelho, constituyó parte de esas pruebas ineludibles que había que vencer para alcanzar una iniciación, cuyas claves, aunque muy alteradas en la actualidad, todavía se pueden intuir, aunque, después de todo, y en esto parecen coincidir todos, el mayor peligro del peregrino es él mismo y sus mayores enemigos, el miedo y la duda.
Testigo de los miles, posiblemente millones de peregrinos que han pasado por aquí, es la formidable pirámide de piedras y otros objetos personales, que conforman la base de una solitaria cruz. Una cruz de hierro, para más señas, negra como las deidades sobre las que se asienta y custodia, al fin y al cabo, de todo lo negativo que éstos, los peregrinos, depositan allí para continuar su camino en una ruta que ya era sagrada milenios antes de que los benedictinos ecclessiae la volvieran a redescubrir.
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