Crónicas de ayer: Inolvidables carnavales de 1979

in carnavales •  7 years ago 

Se acerca el carnaval. Con esta crónica los invito a transportarse en el tiempo. Comenzaban las vacaciones escolares y mi amiga Nélida y yo, habíamos planificado pasarlos en Ciudad Guayana, Venezuela, en casa de mi abuela materna, donde éramos las chicas de la ciudad, prerrogativa que nos permitía el lujo de tener varios enamorados. Me dieron la platica para viajar en avión y terminé instaladísima en un autobús. Sin dudas, Venezuela era un país medianamente seguro, nada parecido a la triste realidad de hoy en día. Era emocionante pasar doce horas entre gallinas, guardias nacionales, gente que subía y bajaba en cada pueblo o escuchando los cuentos del chofer, que siempre terminaba siendo un súper pana. Una vez instaladas en San Félix, mi tía Sinaí, nos invitó a pasar el día en El Callao. La cuestión sonaba emocionante. Iba a ser testigo del show armado por la famosa Lucila Isidora Agnes, mejor conocida como la Negra Isidora. Aquella mujer, de padre martiniqueño y madre oriunda de la isla de Santa Lucía, en el Caribe, era la más conocida madama de la zona. Todo un personaje. Apenas llegamos al caluroso pueblito de estrechas calles, a orillas del río Yuruari, atestado de gente de todas partes de Guayana, de más allá del Orinoco, de las islas vecinas y del resto de Venezuela, la vimos. Allí estaba Isidora engalanada de seda y en la cabeza el Madras, el turbante propio de Martinica y Guadalupe, combinado con el colorido vestido. Dimos la primera vuelta, siempre acompañadas de mi tía y de sus amigos, evidentemente mayores. Al ritmo de los tambores, bumbac, el rallo y la campanilla, fuimos coreando, sin agarrar ni los pasos ni la melodía. Para la segunda vuelta ya estábamos fastidiadas y tremendamente acaloradas. “Tía”, le pregunté, “¿esta broma será todo el día. Solo dar vueltas y vueltas a esta placita?”. Ella casi me fulmina con la mirada. Qué guaricha (así me decía) tan pesada. Tremendo error cargar con aquel par de carajitas tan sifrinas, sobre todo porque ellos la estaban pasando muy bien. Antes de que la sangre llegara al río, decidimos alejarnos un rato para que se calmaran los ánimos. El calor era terrible. A la percusión, se habían sumado las cuerdas de bajos, guitarras y cuatros, además del sonido chascoso de las maracas. Los empujones aceleraban la sed. Como por arte de magia alguien colocó una naranja en mis manos. Exprimí el jugo cítrico de la fruta salvadora y la pasé a mi amiga. “Sabe raro, pero está rica”, le dije. Para hacerles el cuento corto, fueron muchas las naranjas puyadas que nos comimos. Nos volvimos las mejores bailarinas; perseguimos a unos chamos que nos querían llenar de betún (terminaron ellos “empatucados” con la resina); invité a un señor a tirarse del tobogán en el parque infantil y, al pillarnos la policía, enfaticé que sólo tenía quince años. Casi se lo llevan a él. Al final, lo dejaron ir gracias a los visibles síntomas de un síncope. Estuvimos de casa en casa, comiendo y bebiendo; nos improvisaron canciones. Mi tía, preocupada, hacía rato que nos buscaba. Cuando finalmente nos consiguió, estábamos animadísimas por el aguardiente, con los pies sucios, cantando y bailando el ambacailá y El Callao tomorrownight. Fueron muchos los cafés que me dieron para ponerme, más o menos presentable para mi abuela. La guaricha resultó muy mal portada.

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