Entró al pueblo caminando con pasos inseguros y mirada alucinada, barba y cabello enmarañado, ropas hechas harapos, sombrero de cogollo mohoso, machete oxidado y un pesado saco al hombro.
Llegó a media mañana, agotado y sudoroso, apestando a sudor viejo, tierra húmeda y savia fresca, caminó lentamente, mirando a ambos lados de la calle, fijando su mirada en los edificios, contemplando a los que se sentaban ociosos en las puertas de las casas y murmurando para sí.
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Llegó hasta “Los Argonautas”, como también llamaban a la casa de comercio Hilder & Co —pulpería, biblioteca griega, botiquín— se sentó en el tocón pulido por el roce de pantalones recios bajo la sombra del enorme árbol de caucho y ahí se quedó, inmóvil, ensimismado, alucinado.
Ciriaco Hilder lo observaba en los momentos ociosos que tenía mientras atendía su negocio, en aquel pueblo de duros aventureros nunca había visto uno en semejante estado de abandono, parecía que sus greñas no hubieran conocido jamás la hojilla del barbero y sus ropas se hubieran fundido con su piel.
Cierto que a este pueblo de carreros y aventureros siempre llegaban hombres extraños, aventureros del oro y el caucho, hombres que venían de la relativa civilización buscando fortuna o huyendo a los puebluchos perdidos de Canaima. También llegaban indios callados y recelosos, mineros con la mirada deshumanizada por una larga estancia en la oscura selva; pero este era totalmente ajeno a los demás.
Ciriaco, Childerico para sus amigos, continuó su jornada pesando granos, cortando telas, vendiendo tabaco en rama. Mientras, el hombre inmóvil paseaba su mirada de acá para allá, incrédulo. Los clientes, al verlo, daban inconscientemente un pequeño rodeo para evitar al extraño hombre y entraban a la tienda para hacer sus compras. Muchos preguntaron a Ciriaco sobre él, a lo que Hilder no podía responder, pues nada sabía.
A hora de almuerzo, Ciriaco abandonó su puesto tras el mostrador y se acercó al hombre. Se sentó junto a él en otro tocón, le ofreció un plato de comida y le habló:
—Buenas Tardes señor, me parece que no tengo el gusto de conocerlo —dijo Ciriaco, intentando ser lo más educado posible. Esperó un momento mientras el otro volvía de su letargo y continúo— Soy Ciriaco Hilder, dueño de este humilde negocio que me gusta llamar “Los Argonautas”, ¿puedo hacer algo por usted?
El hombre lo miró fijamente durante un momento que se le antojó eterno a Ciriaco. Al rato, pareció sentirse satisfecho y contestó:
—Claro que me conoces Ciriaco. Aunque no sé qué te ha pasado, has envejecido muy rápido. Soy Ulises Guanipa, ¿acaso no me recuerdas?, ¿qué le pasó a la tienda?, ¿Cómo creció tan rápido el árbol?—Dijo el hombre barbudo, mirando a Ciriaco con ojos enloquecidos y una voz totalmente cuerda.
—¿Ulises Guanipa?, ¿el mismo Ulises Guanipa al que le compraba pepitas de oro hace veinte años?
Ciriaco fijó su mirada atenta en la poca piel que permitía ver la barba enmarañada, luego observó los negros ojos inquietos, la frente ancha y la nariz torcida, al final, lo reconoció a pesar de los grandes cambios tras el minucioso examen. Minutos después, tras derrotar a su incredulidad, preguntó.
—¿Ulises?, ¿en serio eres tú? Te dábamos por muerto, asesinado en el recodo de algún rio, muerto por la mordida de una cuaima piña o abrazado por la malaria. ¿Dónde estuviste estos veinte años?
—¿Veinte años?, ¿pasaron veinte años?, ¿Cómo puede ser posible?
—Sí, Ulises, han sido veinte años. Los Adarvines ya no están, el pueblo creció como habrás visto, mira el caucho que pronto tendré que mandar a derribar, han pasado veinte años desde la última vez que te vi. ¿Dónde has estado?
—Ciriaco, no pueden haber pasado veinte años desde que me fui.
—No miento Ulises, veinte años has estado ausente. ¿Dónde estuviste?
—No me creerás, ni yo mismo lo creo ni me explico los cambios en el pueblo, pero te contaré de todas maneras. Pero antes debes prometer guardar silencio hasta que me haya ido de este pueblo. Jura que permanecerás callado.
—Ulises, no diré nada de lo que me cuentes, puedes confiar en mí. Lo juro por mi santa madre.
Ulises respiró profundo, dudando, luego se encogió de hombros resignado quizá y al fin, tras un momento para organizar sus pensamientos, habló:
¿Recuerdas a aquel hombre del pueblo que no hablaba con nadie?, ¿el hombre harapiento que a veces dormía en aquella casucha de adobe a punto de caer? Nadie sabía su nombre, llegó en silencio un día al pueblo del monte profundo y se instaló en la casucha abandonada. Siempre me produjo curiosidad, ¿Quién era ese hombre callado, que cuando estaba en el pueblo dormía hasta mediodía y desaparecía para volver semanas después?
No hablaba con nadie, siempre callado. Nadie sabía que hacia ni con qué comía, venía al pueblo, te compraba provisiones, descansaba unos días en el pueblo y volvía al monte. En varias oportunidades coincidí con él acá, pero a pesar de mis intentos nunca logré entablar conversación.
Otros también estaban intrigados con el hombre, en la mina, jugando a los naipes con mineros de otros pueblos, me enteré que el hombre también iba a sus pueblos y mantenía exactamente el mismo extraño comportamiento. Llegaba por unos días, compraba provisiones y volvía a la selva. Callado.
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La curiosidad me hizo indagar sus pasos. Me olía algo extraño en su manera de actuar, ¿por qué ese empeño de mantenerse ajeno a los demás?, ¿qué razón tenía para no hablar con nadie?, ¿por qué sus largas desapariciones?, ¿de dónde sacaba las pepitas de oro con que pagaba sus gastos? De tanto darle vueltas al tema llegué a esta conclusión, el hombre había descubierto una mina y la estaba explotando, él solo, callado.
Así que me dispuse a descubrir su secreto. No le dije a nadie lo que pensaba hacer. Esperé hasta que regresó al pueblo, llené este saco de provisiones y vigilé su casucha a fin de seguirlo cuando saliera en la oscuridad. La primera noche no salió, ni la segunda. Pensé que sospechaba de mis intenciones pero no tenía manera de deducir lo que me proponía hacer, así que decidí intentarlo una vez más.
La tercera noche, en lo más oscuro el hombre se deslizó fuera de la cabaña. Miró atentamente alrededor pero la oscuridad en la que él confiaba ocultar sus idas y venidas me ocultaron de su vista. Cargó en el hombro con un saco, se ajustó el machete en la vaina que colgaba de su cintura y se encaminó al monte, siguiendo un sendero de dantas. Lo perseguí silencioso, sudoroso con mi machete a mano y el revólver al cinto, intentando hacer el menor ruido posible. Callado.
Caminé tras él toda la noche siguiendo el camino de dantas, rezando en silencio, pidiendo a Dios no ser atacado por las bestias cuyo rumor escuchaba cada vez más cerca. Al amanecer, cruzó un arrollo y entró en un claro repleto de orquídeas con un gran caucho caído en medio. Las enormes raíces del árbol caído dejaban a la vista la entrada a una pequeña cueva donde el hombre, tras echar un vistazo alrededor, entró. Esperé oculto entre los árboles, vigilante, callado.
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Al final de la tarde lo vi salir, sudoroso y agotado, el saco antes liviano ahora parecía sumamente pesado a pesar de no tener gran cosa dentro. Dejé que se fuera, haciendo el mayor silencio. Pasé la noche ahí, en medio de la selva, a merced de las bestias temiendo su vuelta. Al amanecer me convencí que se había ido y me decidí a entrar entre las raíces del árbol.
Era una pequeña abertura de tierra húmeda, las raíces hacían de vigas para mantener abierta la entrada. Me deslicé dentro, encorvado para no chocar contra el techo, unos 5 metros después, en plena oscuridad, encendí mi lámpara y su luz me reveló la roca viva del techo y las paredes, con marcas de cincel acá y allá. Avancé un poco más, me arrastré por un pequeño pasadizo que terminó en una amplia galería. Era de roca pulida, que brillaba a la luz de mi lámpara con los reflejos del oro brillando en las paredes.
Perdí la noción del tiempo, pasé horas trabajando con martillo y cincel, apilando a un lado las pepitas de oro más grandes que podría imaginar. Perdí el apetito, la fiebre se apoderó de mí y el aire viciado me hizo vacilar. Creo que me desmayé.
Cuando desperté, sin la menor idea de cuánto tiempo estuve desmayado, la fiebre había desaparecido y la lámpara se había apagado, la encendí y comprendí la necesidad de salir lo antes posible de ahí. Llené el saco con todo lo que podía cargar y me arrastré de vuelta al exterior. Eso fue esta mañana.
Ciriaco lo miró incrédulo. Ulises lo notó.
—Buen cuento Ulises, ahora dime, ¿dónde estabas?
Ulises no respondió, miró alrededor, le hizo una seña a Ciriaco para que se acercara y por un instante, abrió el saco.
Ulises se marchó al día siguiente para nunca volver. Ciriaco vendió su negocio a precio de gallina flaca y se marchó a Caracas, donde vivió muchos años prospero, gracias a un plato de comida, su buena reputación, escuchar una historia demente y quedarse callado.
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