Villareal lo golpeó suavemente con su bastón en la planta de los pies.
–Sabemos que estás despierto, no te hagas el pendejo.
El hombre abrió los ojos y miró al techo. No se movió.
–Así me gusta –continuó Villareal–. El doctor te va a revisar; no queremos que te mueras antes de tiempo.
Me dirigí a uno de los soldados:
–Traiga una silla. Y agua.
Al poco rato el soldado volvió con una silla y un cazo de barro lleno de agua. Me senté a un lado del catre y observé con más detenimiento el rostro del prisionero. Una barba rala cubría sus mejillas.
–Toma –le dije, acercándole el cazo.
El hombre intentó incorporarse, pero con un gemido volvió a echarse sobre el catre. Lo sostuve con un brazo y lo ayudé a mantenerse erguido. El hombre tomó el envase con las dos manos y bebió todo su contenido. Una expresión de alivio pasó por su rostro, aunque duró apenas un segundo.
–Debo examinarlo –dije, inclinándome sobre el prisionero y comenzando a desatar el vendaje que le cubría el pecho.
La piel había tomado un aspecto entre violáceo y negruzco allí donde recibió el golpe. Palpé con cuidado. Sin suspender lo que hacía y sin mirar al hombre, pregunté:
–¿Por qué mataste al tendero? ¿Tenías alguna rencilla contra él?
El hombre se puso rígido y luego sus músculos se aflojaron, como los de quien ha sostenido la respiración hasta el límite de su capacidad pulmonar y luego de aspirar el aire lo suelta en un largo suspiro.
–Nunca antes lo había visto.
La voz del hombre era un murmullo ronco; una voz destrozada por el alcohol y la desgracia.
–Entonces, ¿por qué lo hiciste?
–No recuerdo bien. ¿Tiene más agua?
Villareal hizo un gesto a unos de los soldados y este tomó el recipiente de las manos del prisionero. Volvió con más agua que el hombre bebió esta vez sosegadamente. Se pasó la lengua por los labios.
Ya había terminado de examinarlo y estaba atando nuevamente el vendaje cuando el hombre habló:
–Discutimos. Me vio entrar a su tienda y comenzó a pelear conmigo. No quería que yo estuviera allí.
–¿Qué buscabas? ¿Fuiste a comprar o a robar?
El hombre soltó una risa breve, contenida por el dolor.
– Hace tiempo que no compro nada.
–Explícate mejor. Queremos saber qué fue lo que pasó.
–¿Y eso me ayudará?
–Tal vez. Primero dinos tu nombre.
–Gregorio Sánchez. Cabo Gregorio Sánchez, que peleó en Carabobo y antes en tantos otros sitios que ya los ha olvidado. Usted no estuvo en Carabobo, ¿verdad, doctor?
–Tuve mi cuota de batallas, pero lo que dices es cierto; no estuve en Carabobo.
–No importa. Aún así lo considero un compañero de armas. ¿No podrá conseguirme un poco de ron?
–Más tarde. Cuéntame qué pasó.
–¿Qué pasó? Fui y lo maté. Lo demás, ¿qué importa?
A pesar de que por un instante el hombre pareció que no diría nada más, continuó hablando. Sus palabras eran entrecortadas y confusas. Volvía, cada cierto tiempo, a su participación en Carabobo. Contó que algunos meses después de la batalla se licenció del ejército, en el que había servido bajo las órdenes del general Páez. Tenía la promesa de unas tierras debidas a los libertadores. Sembraría maíz y caraotas. Pero los trámites se alargaban, y él y otros muchos soldados continuaban esperando. Se gastó la pensión. Intentó varios trabajos. Tenía diez años peleando. Sólo sabía ser soldado. Hacer guardias, marchar, matar gente. ¿Qué otra cosa hace un soldado? En el año catorce, cuando Bolívar emitió el decreto de Guerra a Muerte, le tocó estar en el pelotón de degolladores.
No se podía gastar municiones en los prisioneros. Español que era capturado, español al que se le abría un tajo en la garganta. ¿Cuántos había matado? Quién sabe. No eran muchos los elegidos para esa tarea. Había que tener mano firme y estómago más firme aun. Los prisioneros tenían las manos amarradas, pero incluso así no todos se atrevían.
La sangre brotaba como un chorro caliente que cortaba los gritos y el llanto de las víctimas y bañaba las manos de los ejecutores. Había que limpiarse cada vez, porque si no el cuchillo resbalaba entre los dedos. Quedaba un gran charco de sangre que empapaba las suelas de las botas. Luego, había quienes se tomaban media botella de ron y dormían tranquilos; quienes se iban con los compañeros a hablar de lo que hablan los soldados cuando descansan; y quienes seguían escuchando los gritos, los pedidos de clemencia, los insultos, las invocaciones a Dios y las maldiciones, el llanto, mucho después de que todo había acabado, en la noche tranquila antes del sueño, o en el mismo sueño, como una infección que se colara en un cuerpo sano y lo llenara de fiebre y desesperación.
El cabo Gregorio Sánchez era de estos últimos. No se complacía en matar; era un deber. Además, sabía que si los españoles lo capturaban le sucedería lo mismo a él. Lo más duro había sido acabar con los prisioneros heridos de Puerto Cabello. La mayoría no podía moverse, incapacitados para tomar un arma de nuevo. A muchos no les cortaron la garganta; simplemente los apuñalaron en los catres o en el suelo donde estaban tirados. ¿Cuántos habían sido? ¿Setecientos? ¿Mil? Eso es lo que se decía. Él nunca supo la cifra exacta.
Después de Carabobo vagó un tiempo, hizo de peón, de zapatero, de matarife. Quiso venir a reclamar las tierras prometidas. Tardó cuatro años en llegar a Caracas. Tenía un mes en la ciudad. Entró a la tienda a tratar de robar algo. El dueño era un español. Lo insultó. Sacó su bayoneta y lo mató. ¿Qué más? No había nada más. Cogió unas monedas que estaban sobre el mostrador y fue a una fonda. Después no se acordaba de nada.
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Está muy bien narrado, mostrando crudezas de guerra a varios niveles. Genial!
He visto por ahí (si no me equivoco) que mezclaste una primera persona con tercera, donde pone...
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Gracias, @autovoters, por el comentario y la corrección. Lo noté antes de colocar el texto y luego lo olvidé. Como es un texto en proceso, he ensayado distintas personas y perspectivas, y a veces se me van esos errores.
Gracias otra vez, y saludos.
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De nada, de nada... La verdad es que me ha gustado mucho el trato narrativo que tiene este fragmento. A todos se nos escapan cosillas cuando desarrollamos textos, no tiene importancia. Me recordaste, además, aquél general en su laberinto. Por el contexto, supongo.
Saludos!
(sí que me gustó, quizá cuando la tengas completa y publicada te pueda comprar alguna en .pdf para leerla completa de seguido)
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