El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesa, debajo del tazón lleno de café que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad.
La otra mitad la puse en un plato en la mesa, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto.
Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo.
Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te amo” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.