Entré a tu tienda disfrazado de Maniquí, y con los reflejos de un viejo borracho dormité con mis óculos entre abiertos, detallando cada uno de tus ademanes; me enamoré de ti en esos días. Eras tan espléndida como un cuadro bordeado en rizos amarillos, del sol o de las lámparas del callejón donde fue arrojada una buena pintura -porque el mejor arte es incomprendido-.
Tu simpleza era en todo sentido inquietante, y el modo en que degenerabas tu habitual expresión al sonreír, hacía vibrar las manos de mi titiritero; con la seducción de un ave macho mostrabas tus senos por entre las telas y los encajes, y tus piernas ya ultrajadas por la vida de soltería y el asfalto en las manos de esos obreros y mequetrefes que te pretendían, se tambaleaban siempre en dirección orquestada a mi posición.
Anoche salí de tu tienda y me vestí de humano otra vez para ir a comprarte un detalle y conversar un poco contigo, aunque de tu vida ya conozco gran parte. Cuando me hube puesto el traje de piel te vi caminar, sonreír y conversar con otros más de tus pretendientes, pero ahora comprendo que mis sentidos –los que aún tuviere entonces-, amaron tu plasticidad, porque éramos iguales… pero ahora eres sólo una muñeca.