La noche abrió el telón tejido con la misma oscuridad con la que los dioses astrales en los mitos se suponen que tejieron al manto nocturno al cual a su vez cocieron con todas las estrellas y los astros empleando una enorme carroza de fuego. Un nuevo acto iniciaría. Una asesina se presentaba ante el escenario con los sentidos tan agudos como una hoja de acero. Viene aquí en la búsqueda de otro personaje de ésta historia, y las únicas pistas que posee para poder encontrarlo son sus ojos oliváceos y duros que a su vez conforman a una coordenada; y la otra es el nombre de un sitio, el hotel La Cuerda de Oro. Stella es su nombre.
Stella, habilidosa con las espadas así como un relojero es hábil con sus herramientas con las cuales arma junto a pequeñas piezas y engranajes a sus complicadas obras para calcular el tiempo.
El telón se abrió entonces en el inmenso carro de metal que se hallaba en el estómago de la ciudad y el cual se arrastraba a través de rieles.
Fuera de ésta escena, Stella se dirigió hacia La Cuerda de Oro. Caminaba a través de las calles en zigzag esquivando a las personas que como espectros paseaban por la calle a media noche de la tan inmensa y rica ciudad. Había risas en algunas caras, mientras que en otras se notaba preocupación, miedo, angustia, anhelos, cansancio; felicidad, rabia. Las caras de las personas en las ciudades resultan ser siempre un mosaico interminable de los pecados capitales y de las virtudes. Es tan común hallar luz y oscuridad, oscuridad y luz mientras se deambula por unas calles tan congestionadas y tan tranquilas.
En una cafetería, había una pareja teniendo una amena charla mientras comían una ensalada y tomaban vino. Eran jóvenes, y la sonrisa de la muchacha resultaba tan dulce como el vino el cual llenaba a su garganta.
Más adelante, preguntando por direcciones, supo, tras la contestación de un señor rechoncho y de pelo cano como esos abuelos de corazón cálido y generoso, que todavía debía tomar un taxi, y que así se encontraría en La Cuerda de Oro en
veinte minutos. Así hizo.
Eran la una de la madrugada y, Stella se hallaba en el puente de La Aguja de Oro. Debajo de ella había un lago oscuro besado tierna y fríamente por la luz de la luna, la cual se reflejaba en esas aguas tan oscuras y tan densas como unos ojos sabios y apagados por la tristeza producto de una pesada carga melancólica en una mente sabia. Camino hasta la orilla en uno de los extremos del puente, miró a la luna posada tan hermosa sobre el manto nocturno como tan hermosa flor de loto. Y luego en el agua, esa misma flor era un botón enorme de plata sumergido en el misterio.
Ella portaba un chal negro y botas negras. Ocultaba perfectamente una daga entre su indumentaria, y una moneda de plata en un bolsillo junto a una runa. Sacó una de estas dos cosas y jugueteó con ella entre sus dedos. La moneda y la runa eran muy parecidas en su forma, tamaño y peso, desde la espesa negrura mucho menos se podría saber cuál de las dos ella había sacado. Ahora la lanzaba de arriba a abajo como si jugara con una pelota. Dijo unas palabras y la arrojó al lago justo en la imagen de la luna. Las ondulaciones en la piel del agua producto del choque dieron un ligero estallido plateado, y parecía como si la luna misma comenzara a vibrar. Prosiguió su camino.
Logró escabullirse dentro del hotel y se dirigió sin titubeos hacia la sala de espectáculos en donde tocaba un pianista de ojos oliváceos. Entrando y mezclándose con el público, pisando el piso junto a esta gente vestida más elegantemente, en medio de un ambiente ahogado por la música del piano como por los cantos de una muchacha joven que portaba un hermoso y fino vestido blanco como una gasa, pudo mirar con más detalle a los ojos del pianista. Además de verdes, eran profundos como un pozo y duros como dos piedras, no se habían suavizado pese a la música. ¿Estaba gozando mientras tocaba? ¿Escondía algún lamento detrás de esos ojos como dos gemas que marcaban una coordenada? Salió de la escena. Stella ya sabía cuál sería la habitación del pianista. Aunque antes de conocer esto, supo escuchando que él se hospedaba en La Cuerda de Oro.
Ya frente a su habitación, logró encontrar a la runa que éste había dispuesto a fuera de la misma para protección. Dejó un mensaje con su voz en el viento en esta runa y se marchó del hotel.
De regreso en el metro a más de las dos de la mañana, no había carros trabajando. Stella fue interceptada por dos hombres. Dos hombres asquerosos, borrachos, mal oliente, drogados y cualquieras.
El primero la intentó tomar por la espalda pero Stella lo esquivó con facilidad.
—Así que una chica con reflejos, ¿eh? ¿Por qué no haces todo más fácil y vienes aquí—habló uno de ellos de manera presuntuosa. Su voz denotaba un deje de e irritación, como una malicia profunda y pasmosamente frenética. A continuación, intentó balancearse encima de Stella pero esta lo intervino asestándole un gancho en la quijada lo bastante potente como para dejarlo tendido en el suelo. El segundo hombre vio esto con rabia.
—¡Maldita puta, ya verás!—interpuso intentando hacer lo mismo que su compañero, pero cayó al suelo con un movimiento de los pies de Stella, quien acto seguido, le saltó encima de la pierna derecha con todo su peso. Se escuchó el sonido de algo quebrándose y el de un grito ahogado pero cargado con desprecio pero sobre todo medio.
—Ustedes son sólo dos hombres borrachos y desarmados. Yo soy una Gwydiana bien entrenada, no es justo para ustedes—habló Stella apartándose del hombre al cual le había roto la pierna e intentó retomar su camino hacia fuera del metro. El primer hombre se levantó de golpe encendido con la furia de un animal herido y tan enorme como un toro. Botaba espuma por la boca. Se lanzó contra Stella intentando taclearla. Stella se agachó y le dio un golpe en la barriga sacándole todo el aire, a continuación, le dio dos ganchos, uno en cada mejilla, y luego lo tomó del brazo y se lo apretó con fuerza quemándole la piel. El sujeto atónito quiso devolverle un puñetazo con el brazo que le quedaba libre, pero la muchacha ya convertida en quizá una asesina en esos instantes, utilizó al suyo propio como escudo. El golpe del sujeto no tenía fuerza, así que apenas lo sintió. Stella le devolvió el gesto golpeándolo en la boca y eso le sacó unos dientes. Cayó inconsciente. El segundo hombre se levantó como pudo y fue a ayudar a su compañero caído.
—¡Maldita puta loca! ¡Mira lo que le has hecho a Daryl!— gritaba mientras que Stella le daba la espalda saliendo finalmente del metro.
Ahora debía conseguir a otro taxi que la llevara hasta un sitio en donde pudiera pasar la noche. O si no tendría que quedarse en la calle, entre las sombras hasta que el sol apareciera en el horizonte apartándolas de ella, y a ella de su manto.
Imagen: la famosa escena del ojo cortado de "Un perro andaluz" por Luis Buñuel y Salvador Dalí.