Cuando la música por fin terminó, los músicos recibieron ovaciones de pie y aplausos estruendosos; una lluvia de flores llegó hasta ellos, mientras que sólo agradecían hasta que por fin pudieron despedirse. Algunos sabían que deberían conceder entrevistas a los medios y a los ricos, como también atender a sus padres orgullosos y a las mujeres que seguramente los buscarían, o que algunos de ellos pensaron que iba a suceder indefectiblemente.
El joven pianista que se encontraba comiendo y bebiendo leche con chocolate como una necesaria recompensa después de tocar recibió una invitación por parte del mismísimo gobernador para verse en esos momentos. Justamente él había decidido escaparse del foco de los admiradores pues había estado tocando toda la noche con muchísima hambre. Los percusionistas advertidos de las oportunidades que una invitación de ese tipo podría traerle a su compañero, le insistieron en que fuera. El pianista dijo que al menos lo dejaran comer algo y arreglarse un poco ya que se encontraba tan hambriento como cansado. Los otros músicos fruncieron el entrecejo al unísono y se encogieron de hombros. Entonces se limitaron a decirle que no se demorara demasiado. El pianista los miró de reojo mientras se bebía la leche con chocolate con toda la paciencia del mundo. Entonces miró por la ventana advirtiendo que estaba lloviendo a cántaros desde hacía bastante rato.
Terminó de comer, se lavó la boca, la cara y se acomodó el cabello en una cola de caballo bien amarrada y se dirigió hasta el balcón en donde el gobernador había especificado que estaría un buen rato atendiendo entre otras cosas a algunas personas en temas concernientes a la política.
Los pasillos seguían infestados de personas ricas, de burgueses enfermos y de mujeres ancianas pero hermosas que hacían una reminiscencia a las rosas que se decoloran y pierden su perfume característico. Había muchachas jóvenes y de rostros sonrientes. Algunos advertían la presencia del pianista y lo saludaban con la mano, mientras él devolvía el gesto. Los pasillos hacían zigzag; el pianista subía por las escaleras mientras seguía saludando a más y a más personas desconocidas pero a esto ya se había acostumbrado. Aunque eso no quitaba que era mucho más fácil todo esto cuando lo podía hacer en un sitio barato como alguna posada clase media y no en el teatro de la ciudad lleno de tantos ricachones codiciosos y de más títulos de lo que a él podría interesarle contar.
Seguía subiendo y miraba por las ventanas del último piso la caída de la lluvia incesante. Más abajo se veía a una multitud de paraguas esperando coches que los vinieran a recoger para salvarse del inclemente frío que estaba por azotarlos. Miró a la puerta del balcón en donde se hallaba el gobernador, los guardaespaldas lo atendieron. La conversación se resumió en la mueca de estos y la del pianista. Entonces el músico les enseñó la carta. Los dos hombres corpulentos y bien vestidos se miraron, y sin decir nada abrieron la puerta y lo dejaron pasar.
Dentro había personas exactamente como las de afuera, era imposible escapar dentro del teatro de los sujetos vestidos de trajes elegantes y finos con perfumes que eran molestos para su olfato. El balcón, por cierto, estaba hermosamente decorado con una tapicería personalizada con las flores nacionales: lirios de tres colores cada uno portando una corona sobre sus hojas. Más adelante, había una fuente esculpida en mármol por manos expertas y delicadas de un hombre mitológico y a su vez figura religiosa llamado Mois, el Santo que podía manipular a todas las aguas en el mundo. Como a todo Santo, por supuesto que se le atribuyen milagros. Los milagros son siempre exageraciones de los hechos que sirven muy bien para enaltecer a estos y para llenar al vacío producto de la falta de héroes que admirar dentro del folclore. De Mois se decía que había hecho bajar las aguas de las altas montañas para que fueran suministradas a estas tierras mucho antes de que los primeros seres humanos comenzaran a levantar tan sus primeras viviendas. Más a la izquierda había una mesa repleta de bandejas con diferentes quesos y diferentes cortes de carne; había jamones y frutas, aunque en las mismas había espacios debido a que no habían dejado de comer de ellas. También había botellas de vino vacías, medio llenas y otras todavía con sus corchos. El pianista fue recibido por la mirada de las personas conversadoras dentro del balcón. Algunas se estaban retirando, mientras que otras se ubicaban más al fondo para conversar en privado en voces no exactamente bajas. Una mujer con peluca blanca y cuyo rostro parecía estar bañado en talco, cosa que lograba que sus arrugas y demás imperfecciones cutáneas se entonaran con vehemencia y gracia, saludó al pianista amablemente. La señora robó unos minutos de su tiempo en palabras que soltaba cada vez más y más rápido como si estas cayeran de manera vertiginosa sobre él y la visión se le tornase negra del puro hastío por el discurso melancólico de la mujer que, poco a poco le comentó que en su juventud estuvo enamorada de un pianista tan joven y tan apuesto como él —y como ella—. Finalmente, se disculpó y le indicó que lo estaba esperando el gobernador y que debía aprovechar esa oportunidad. El pianista salió del trance al cual la lluvia de palabras, de melancolía, de hipérboles y exageraciones de la señora lo habían sumergido, pero de la cual jamás dejó de responder con el esbozo de una sonrisa y monosílabos y bisílabos que utilizó para no ofender a la anciana. Se despidió de ella y dio unos pasos adelante. Olía a chocolate y a uvas por doquier.
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