Un concierto y una invitación (parte de mi novela de fantasía)

in cervantes •  7 years ago 
El enorme salón de conciertos se había inundado por el sonido de la música producida por el piano que se posicionaba sobre el escenario de la misma manera en que los dioses más prodigiosos se posicionaban sobre el Monte Olimpo otrora en la era de los mitos y de los hombres y de las mujeres virtuosas. Momentos atrás, las personas se reunían, tomaban sus asientos en las butacas como también en los balcones. Regaban los chimes de la sociedad, trataban temas políticos y comerciales; hablaban sobre moral, sobre virtud y sobre pecado. Hablaban desde máscaras y también reían, estas máscaras metafóricas les cubrían sus rostros y revestías a sus voces de la más convincente demagogia que asombraba a la mayoría de sus receptores pero que realmente casi no lograba convencer a nadie. En un mundo impío, no hay una razón para creer ni en la santidad ni tampoco en las proezas de ningún hombre. Pero todas estas voces se habían callado cuando el director de la orquesta saludó al público y las luces comenzaron a bajar. Los músicos saludaron a las personas y comenzaron a tocar una pieza conocida de música clásica como introducción. Después todo el show quedó para el pianista y su solo. Su manera de tocar precisa y delicada como la seda, era también tan hipnotizante como los ojos de una serpiente letalmente venenosa. Las notas salían del instrumento como sueños de héroes descargando el sonido de los rayos por los momentos; luego salían notas que eran parecidas a pesadillas en el buen sentido pues las personas allí presentes no le temían pero sí se inquietaban ante el sonido cambiante de la música. Las notas a continuación, siguieron un ritmo dulce y continuo, como los besos de un amante a través del recorrido de la mano de una mujer hermosa que llega lentamente hasta su boca para estallar en otro beso que a su vez desencadenará a muchos otros. Ya en esos momentos muchos ya llevaban rato siguiendo al pianista interminablemente con las miradas. Algunos músicos presentes fuera del escenario magistral en que se había convertido el espacio de la orquesta ya deseaban saludarlo y ovacionarlo; para algunas mujeres de diferentes edades tanto la música como el pianista resultaba encantador. Se preguntaban si lo habían escuchado antes. Quién sería. De dónde era. De dónde lo habían sacado. Estas dudas persistieron y a su vez se perdieron una vez la orquesta volvió a acompañar al piano como si fuera una criatura tan hermosa como solitaria perdida en medio de lo desconocido, y que de súbito se halla de nuevo con su manada. La despedida del solo de piano en ese momento fue agridulce.

Cuando la música por fin terminó, los músicos recibieron ovaciones de pie y aplausos estruendosos; una lluvia de flores llegó hasta ellos, mientras que sólo agradecían hasta que por fin pudieron despedirse. Algunos sabían que deberían conceder entrevistas a los medios y a los ricos, como también atender a sus padres orgullosos y a las mujeres que seguramente los buscarían, o que algunos de ellos pensaron que iba a suceder indefectiblemente.

El joven pianista que se encontraba comiendo y bebiendo leche con chocolate como una necesaria recompensa después de tocar recibió una invitación por parte del mismísimo gobernador para verse en esos momentos. Justamente él había decidido escaparse del foco de los admiradores pues había estado tocando toda la noche con muchísima hambre. Los percusionistas advertidos de las oportunidades que una invitación de ese tipo podría traerle a su compañero, le insistieron en que fuera. El pianista dijo que al menos lo dejaran comer algo y arreglarse un poco ya que se encontraba tan hambriento como cansado. Los otros músicos fruncieron el entrecejo al unísono y se encogieron de hombros. Entonces se limitaron a decirle que no se demorara demasiado. El pianista los miró de reojo mientras se bebía la leche con chocolate con toda la paciencia del mundo. Entonces miró por la ventana advirtiendo que estaba lloviendo a cántaros desde hacía bastante rato.

Terminó de comer, se lavó la boca, la cara y se acomodó el cabello en una cola de caballo bien amarrada y se dirigió hasta el balcón en donde el gobernador había especificado que estaría un buen rato atendiendo entre otras cosas a algunas personas en temas concernientes a la política.

Los pasillos seguían infestados de personas ricas, de burgueses enfermos y de mujeres ancianas pero hermosas que hacían una reminiscencia a las rosas que se decoloran y pierden su perfume característico. Había muchachas jóvenes y de rostros sonrientes. Algunos advertían la presencia del pianista y lo saludaban con la mano, mientras él devolvía el gesto. Los pasillos hacían zigzag; el pianista subía por las escaleras mientras seguía saludando a más y a más personas desconocidas pero a esto ya se había acostumbrado. Aunque eso no quitaba que era mucho más fácil todo esto cuando lo podía hacer en un sitio barato como alguna posada clase media y no en el teatro de la ciudad lleno de tantos ricachones codiciosos y de más títulos de lo que a él podría interesarle contar.

Seguía subiendo y miraba por las ventanas del último piso la caída de la lluvia incesante. Más abajo se veía a una multitud de paraguas esperando coches que los vinieran a recoger para salvarse del inclemente frío que estaba por azotarlos. Miró a la puerta del balcón en donde se hallaba el gobernador, los guardaespaldas lo atendieron. La conversación se resumió en la mueca de estos y la del pianista. Entonces el músico les enseñó la carta. Los dos hombres corpulentos y bien vestidos se miraron, y sin decir nada abrieron la puerta y lo dejaron pasar.

Dentro había personas exactamente como las de afuera, era imposible escapar dentro del teatro de los sujetos vestidos de trajes elegantes y finos con perfumes que eran molestos para su olfato. El balcón, por cierto, estaba hermosamente decorado con una tapicería personalizada con las flores nacionales: lirios de tres colores cada uno portando una corona sobre sus hojas. Más adelante, había una fuente esculpida en mármol por manos expertas y delicadas de un hombre mitológico y a su vez figura religiosa llamado Mois, el Santo que podía manipular a todas las aguas en el mundo. Como a todo Santo, por supuesto que se le atribuyen milagros. Los milagros son siempre exageraciones de los hechos que sirven muy bien para enaltecer a estos y para llenar al vacío producto de la falta de héroes que admirar dentro del folclore. De Mois se decía que había hecho bajar las aguas de las altas montañas para que fueran suministradas a estas tierras mucho antes de que los primeros seres humanos comenzaran a levantar tan sus primeras viviendas. Más a la izquierda había una mesa repleta de bandejas con diferentes quesos y diferentes cortes de carne; había jamones y frutas, aunque en las mismas había espacios debido a que no habían dejado de comer de ellas. También había botellas de vino vacías, medio llenas y otras todavía con sus corchos. El pianista fue recibido por la mirada de las personas conversadoras dentro del balcón. Algunas se estaban retirando, mientras que otras se ubicaban más al fondo para conversar en privado en voces no exactamente bajas. Una mujer con peluca blanca y cuyo rostro parecía estar bañado en talco, cosa que lograba que sus arrugas y demás imperfecciones cutáneas se entonaran con vehemencia y gracia, saludó al pianista amablemente. La señora robó unos minutos de su tiempo en palabras que soltaba cada vez más y más rápido como si estas cayeran de manera vertiginosa sobre él y la visión se le tornase negra del puro hastío por el discurso melancólico de la mujer que, poco a poco le comentó que en su juventud estuvo enamorada de un pianista tan joven y tan apuesto como él —y como ella—. Finalmente, se disculpó y le indicó que lo estaba esperando el gobernador y que debía aprovechar esa oportunidad. El pianista salió del trance al cual la lluvia de palabras, de melancolía, de hipérboles y exageraciones de la señora lo habían sumergido, pero de la cual jamás dejó de responder con el esbozo de una sonrisa y monosílabos y bisílabos que utilizó para no ofender a la anciana. Se despidió de ella y dio unos pasos adelante. Olía a chocolate y a uvas por doquier.
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