Amo a mi esposa, pero no puedo dormir con ella.
Amo a mi esposa.
Amo su cálida sonrisa, sus ojos morenos y su piel tostada.
Amo la forma que tiene de sonreírme cuando le digo algo que sé que le ha gustado y la manera que tiene de complacerme con apenas un gesto de alguno de los rincones más finos de su tez.
Amo la manera en la que se organiza para preparar nuestros alimentos; su soltura, su elegancia, su prestancia, e incluso, la perfección que emplea para tenerlo todo listo en momentos en los cuales impera únicamente la prisa y la falta de ideas. Amo como viste y embellece a nuestras dos preciosas y maravillosas hijas, y como les contagia su feminidad y sutilmente, les enseña a tener una personalidad propia, una predominancia natural y un semblante poderoso de cara a la vida.
Amo el modo en el que me hacen sentir intimidado, cuando entre las tres, me dan a entender que no van a aceptar un no por respuesta.
Amo el día en que nos conocimos, sus ojos enormes como platos que no se despegaron de mí en todo el día. Hace ya 10 años de ese momento. Amo la forma en la que se fueron dando las cosas. Nuestras primeras salidas entre amigos, nuestras primeras conversaciones hasta la madrugada, nuestra primera cita, el tiempo que tomamos para convertirnos en una pareja formal y sólida. Amo los problemas que tuvimos y que vamos a tener. Amo la personalidad que hemos establecido de cara a la adversidad, y por sobre todas las cosas, amo la responsabilidad que compartimos, al momento de encarar una verdad dolorosa.
Amo su inteligencia, y como no se dejó dominar en una carrera, controlada completamente por hombres y estableció parámetros dentro de los parámetros que ya estaban establecidos. Amo la pasión con la que habla de su profesión y la manera en la que no se deja engañar por algún sabelotodo que piensa que puede venir a estafarla moralmente con tipologías baratas.
Amo a mi esposa. Amo a su familia, que la educó con dedicación, a sus amistades, que me enseñaron un poco más de ella. A su perro. Su olor, su cabello, su estatura, el tono de su voz, y la forma en la que hacemos el amor.
Amo a mi esposa, amo todo de mi esposa… pero no puedo dormir con ella.
Porque en medio de todo lo que amo de ella, se esconde algo.
Algo extraño, algo que no tiene explicación y que solo se manifiesta por la noche.
Cuando todos vamos a dormir.
Cuando nuestras hijas esperan su beso de buenas noches y sus últimas palabras de amor, antes de convertirse en una persona completamente diferente.
Amo a mi esposa, pero me aterra su rostro cuando se van acercando las nueve en punto de la noche.
Amo su sonrisa, pero me oscurece el corazón el rictus de espantapájaros que ladea la comisura de sus labios cuando la noche está cayendo.
Amo su comida, pero la manera en la que cocina o cocinaba los alimentos durante la cena, solo podía calificarla de brutal. Machacar un ternero sin despellejar, no puede ser visto de otro modo más que aterrador. Más aún, si lo haces con un cuchillo de cocina y un mazo en pleno comedor. Como si tu hambre no te dejara razonar, como si fuera imperativo devorártelo crudo, así nomás. Delante de nuestras hijas.
Amo a mi esposa, pero por las noches, ella busca las sombras, le gustan los tonos oscuros, y recuerdo las penumbras en completo insomnio, cuando me despertaba por la madrugada y la encontraba sentada, de piernas cruzadas y con un gigantesco cuchillo de carnicero, acechándome a luz de la luna, con sus ojos brillantes como pantera sin pestañear. Solo observándome, detallándome, estudiando cómo sería y como se sentiría arrancar cada pedazo de mí. De ella incluso, cuando estaba embarazada. Tuve que someterla en varias ocasiones, para evitar que abriese el vientre y devorara su propio feto.
Amo a mi esposa, pero recuerdo que me costó mucho limpiar el desastre que dejó tras de sí, en el laboratorio de máquinas de su universidad, cuando me dijo que se quedaría hasta tarde trabajando con sus compañeros y descubrí a la bestia insaciable que vivía dentro de ella. Apenas dejó una estructura ósea, que los forenses pudieron reconocer. La saqué de ahí a tiempo, y todo quedó como parte de un brutal asesinato de parte de algún degenerado que nunca pudo ser capturado.
Amo a mi esposa, pero prefiero cogérmela durante el día, porque durante la noche, el sexo no es sexo, sino un intento de película snuff.
Amo a mi esposa, pero no puedo dormir con ella, porque no quiero morir.
Hace años, conseguí confeccionar una habitación de paredes reforzadas, sin ventanas y de puerta abovedada, que podía contener toda su furia y a la bestia que residía dentro de ella.
Al principio todo estuvo bien. Ella entraba antes de las nueve en punto de la noche y salía a las seis de la mañana del día siguiente. Siempre encontraba arañazos en las paredes y moretones en sus uñas, pero suponiendo lo que ya conocía, aquello, me parecía completamente normal.
Sin embargo, las cosas no se detuvieron ahí, los arañazos pasaron a transformarse en zarpasos y los golpes en auténticas embestidas. De alguna manera, aquella mujer, a la que yo amaba pasaba de ser un dulce ángel de poco más de metro con sesenta, a una bestia de incalculable envergadura.
Lo supe una noche, cuando en medio de la curiosidad, me dio por instalar una cámara de vigilancia en su habitación, y pude contemplar como mi esposa ya no era mi esposa.
Como sus brazos se alargaban, como su cabello se enmarañaba y como su mirada petrificaba y su boca se ensanchaba. Sus pasos no eran los mismos, ya no caminaba, ella merodeaba, trepaba, reptaba, se deslizaba y cuando tomaba suficiente distancia, embestía contra la gruesa puerta de titanio y las paredes como si se tratara de un rinoceronte, y apenas sentía la fuerza del daño que se le devolvía.
Amo a mi esposa, pero cuando supe que su muro de contención, no toleraría mucho tiempo más, me di cuenta de que algo tenía que hacer.
Y ese algo era alimentarla.
Comencé con animales pequeños, ratas, conejos, comadrejas.
Pero luego de un tiempo, las embestidas regresaron. Así que proseguí con lo lógico, perros, gatos, patos, gallinas. La gran mayoría, eran animales que encontraba deambulando por la calle, pero cuando la inmensa población de estos empezó a disminuir a la par de que su apetito no hacía otra cosa que aumentar, tuve que comenzar a secuestrar a las mascotas de los vecindarios más alejados.
Pero luego de un tiempo, esto tampoco tuvo efecto.
Una noche, se me ocurrió colarme junto a ella en el zoológico de la ciudad, logramos entrar a la jaula de los leones. Ella se enfrentó al alfa y lo que parecía ser un acto del más cruel y espantoso ensayo de tortura, se transformó en una parodia de mal gusto de algo parecido al sadomasoquismo, cuando ella torció sus patas, quebró su cuello y arrancó sus extremidades de un tajo. La bestia, era mucho más que una persona enojada, que un animal furioso, era algo más. Y ese algo más reclamaba carne, carne humana.
Vagabundos, pordioseros, delincuentes de baja monta. Gente que nadie extrañaría. Este tipo de elementos, mantenían sin hambre a mi esposa durante semanas, incluso meses, aunque nunca llegue a alimentarla con nada semejante durante su embarazo, ni mucho menos a permitirle que durmiera conmigo. Aquello era poco más que un sacrilegio.
El problema empezó a venir, cuando ya no había vagabundos ni malandrines que conseguir.
La gente comenzó a resguardarse en sus casas, y el hambre que mi esposa ayunaba por meses, pasó a tener una tolerancia de apenas unas cuantas semanas y luego, tan solo unos días.
Fue muy triste tener que proseguir con el siguiente paso lógico.
Adolescentes, ancianos, parejitas que salían tarde del cine o del teatro, inválidos, enfermos… niños.
Amo a mi esposa.
Amo todo de ella.
Pero no sé si también ame a la bestia.
Y no sé si la bestia me ame a mí.
Y no se si puedo amar las sonrisas de mi hija, cuando por el rabillo del ojos, creo haber visto a su madre en su lugar.
Pero amo a mi esposa, aunque lamentablemente, jamás pueda dormir con ella.
Amo a mi esposa.