Creo que Edgar Pacheco es uno de los artistas plásticos más
importantes, y a la vez menos valorado de la plástica regional. Artista en principio académico, si por ello entendemos, los que han incursionado en instituciones que dan formación y título, como la
ya famosa Escuela Técnica de Artes Visuales Julio Árraga. Lo
conocí, siendo director, por allá a finales de los ochenta, de la
División de Programas Especiales de la Facultad de Ciencias. Me
pareció un personaje caricaturesco, en el sentido, de su
descuidada forma de vestir, de su forma de hablar tan pintoresca. Hablaba poco de como concebía su obra, de sus maestros, de su inspiración. Sin embargo, esto no era necesario en él, porque sus
cuadros y principalmente sus dibujos, expresaban un hallazgo, una belleza, muy poco usual entre nuestros artistas. Gustaba
mucho de las manchas, de trazos a veces inconclusos como
buscando un punto de apoyo en el maravilloso caos que era su
vida, una permanente propuesta de rebeldía. Su obra sustentaba lo erótico, la mujer traída al mundo para revelarnos su necesario
complemento, un hermoso «vehículo de trascendencia ». Lo
demoníaco, el desorden y a veces las expresiones de nuestro
sufrimiento también tenían acogida en muchas de sus manchas. La mujer, cómo es movimiento, cómo es llamarada, cómo es
cántaro en su obra, siendo unas veces raíz, árbol, o sustancia
que alimenta a los colibríes. La atracción por la mujer en Pacheco
es sagrada y desparrama ese paraíso perdido en su mirar, en su
cuerpo que hace a su desnudez habitable. Trazos de guitarras, de
paraguas, de duendes, los que sin duda anunciarían su muerte, por mí bastante sentida, bastante triste, porque a pesar de sus múltiples obras, regaladas prácticamente, no tenía su familia ni un
centavo para enterrarlo. Me queda el recuerdo de haberlo conocido, de tener obras en mi habitación, que reviven esos años de amistad y que, así como el infierno está aquí entre nosotros, el
paraíso también y lo destellan sus grandes obras.