El canto de voces tan dulces como la del zorzal criollo argentino
(Gardel), o la del lírico italiano transportándonos con su voz a los
jardines babilónicos (Pavarotti). Esto hizo que de alguna manera
tocara una que otra puerta donde el canto fuera el arte deseado
a seguir. Y así ocurrió, cuando asistí a una audición en la
prestigiosa coral de la Secretaría del Cultura del Estado Zulia y
dirigida por Edward Domanski, notable músico polaco, quien
estuvo una larga temporada entre los nuestros, como ejecutor del
oboe en la Orquesta Sinfónica de Maracaibo, y autor de dos
piezas musicales inolvidables, la primera: una partitura para ballet
en tres actos, basada en el hermoso poema Leyenda del Lago de
Udón Pérez, y la segunda: una cantata a Bolívar, un rico
homenaje de un extranjero a nuestro libertador, llamado por Pablo
Neruda “Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el
aire”. Realmente la letra de la obra de Domanski se inspiraba en este
poeta sureño y premio nobel de literatura. Y yo estando a punto de
entrar a la audición de voces, escucho, recuerdo, en el teatrino de
Sopotocientos (magnifico espacio cultural que una vez tuvimos), un ensayo sobre el Trovador de Verdi, y sentí que estaba fuera de este mundo, porque esto lo que hace la gran música, nos sustrae
de la temporalidad y nos sumerge en un furor, en un estado inefable de vida, y del coro emanaban esos bellos enigmas de la
vida y música del los gitanos, que tan bien plasma el libreto del
artista; y del coro, voces tan límpidas como las de Jorge Quintero, Linda Marín y León Magno Montiel, relucían, buscaban el nombre que cerrara la belleza: “La zingarella”.
EL CANTO SIEMPRE EL CANTO
El canto, siempre fue un arte que me cautivó; y digamos que desde muy joven, las voces de los grandes cantores anduvo rondando los árboles, el gallinero de mi padre, en sí, el espacio de la casa que viví a plenitud.