Había una vez un niño pequeño moreno de 4 años, delgadito y cabezón que se llamaba Arturito e iba paseando con sus papás por las calles de Lebu, una ciudad pequeña y tranquila.
Cuando se acercaban a la plaza de armas, Arturito vio un par de cañones que estaban ahí y captaron poderosamente su atención. Corrió como un rayo a verlos desde cerca, tanto así, que sus padres no lo vieron alejarse y curiosamente asomarse frente al misterioso agujero del frente de uno de ellos, cayendo de cabeza al interior del Rayo.
Al parecer, Arturito se había puesto muy chiquitito, pero no lo suficiente para no quedar atascado sin siquiera poder moverse, lo cual lo desesperó al comienzo, pero cuando llegó la resignación, vio que al fondo del cañón habían unas hormiguitas alimentándose de residuos en envoltorios de galletas y caramelos, de los que había bastantes también.
Algunas de las hormiguitas estaban cantando y adorando a los dioses que les dejaban caer el alimento desde el gran círculo azul del cielo, pero otras estaban preocupadas porque con toda la comida que caía de forma gratuita, las hormigas estaban volviéndose cada vez más perezosas y menos unidas.
Las más relajadas, que disfrutaban de los exquisitos regalos celestiales, argumentaban que, tras siglos de generaciones y generaciones de hormigas trabajadoras y esforzadas, los dioses estaban brindando un premio para que pudieran descansar y enfocarse en desarrollar el individualismo, centrarse en disfrutar la vida y preocuparse por si mismos, como el fruto del esfuerzo colectivo de toda la hormiguidad.
Las que estaban preocupadas, por otra parte, advertían que el trabajo en equipo era lo que hacía de la hormiguidad lo que era y si lo dejábamos de lado ahora, solo para enfocarnos en el egoísmo, cuando los alimentos gratuitos dejaran de caer del gran círculo del cielo, ya no recordarían cómo sobrevivir con herramientas propias y llegarían a la extinción de su especie.
Las hormigas no se preocuparon cuando se oscureció por estar tapado con Arturito, simplemente pensaron que era de noche y que pronto volvería a ser de día y caerían más alimentos para regocijarse, pero el día tardaba demasiado en llegar y las hormigas ya estaban comenzando a perder la calma y culparse unos a otros.
Las hormigas que adoraban a los dioses de los envoltorios decían que ahora estaban siendo castigados porque las otras hormigas no dieron las gracias ni adoraron cuando recibieron los regalos y en cambio se dedicaron a desconfiar y reprochar a quienes lo hacían. Al mismo tiempo las otras hormigas decían que no debían ponerse en contra, porque eso era exactamente lo que les habían advertido que pasaría: se acostumbrarían a la vida cómoda y al individualismo, de modo que cuando se acabara la bendición ya no podrían trabajar en conjunto para poder sobrevivir.
Mientras unas hormigas querían pedir perdón a los dioses para volver a recibir los regalos, otras querían dejar de perder el tiempo y trabajar para traer más alimentos, pero estaban estancados en la discusión y nadie hizo nada para solucionar el problema.
Cuando Arturito estaba cuestionándose cómo saldrían las hormigas de ese embrollo, sintió un tirón de los pies y recordó que sus papás debían estar preocupados por él. Otro tirón aún más fuerte lo alejó de la comunidad de hormigas, quienes de pronto se quedaron en silencio y lo miraron por primera vez y se dieron cuenta de que estaba estancado sin poder moverse.
El niño gritó por primera vez pidiendo ayuda y las hormigas por fin, con una sola mirada se pusieron de acuerdo y corrieron todas juntas para empujarlo y ayudarlo a salir.
El tirón de los padres y el empujón de las hormigas lograron hacer que Arturito escapara de las entrañas del Rayo y se reuniera con su familia, que estaba consternada y aterrada tras tanto tiempo de haber perdido a su hijo.
Arturito no olvidó aquel día jamás y pasó a la historia de la hormiguidad.