21
Se sentaron en dos sillas de mimbre, cerca de la mesa pequeña. Jerry apagó el televisor y sirvió dos vasos de agua saborizada.
Estaba mirando The Simpsons, dijo
¿Qué querés? Tenemos que irnos, replicó Gustavo.
Se acercó a la caja que decía Folk y empezó a buscar entre los discos. Te va a encantar.
Dale. Hizo una pausa para tomar un sorbo largo. El partido empieza en un rato.
Pará, boludo. Tenés que escuchar esto. La luz de la habitación se apagó. Es Selvia, aclaró Jerry. La actriz.
Gustavo intentó adivinar su silueta al otro lado de la puerta. La imaginó pelirroja y vestida con pieles.
Acá está.
Jerry sacó el disco de vinilo de la caja y se la alcanzó. La lista de temas tenía uno subrayado con lapicera roja: Lado A – 4. Un día Baltazar.
Selvia abrió la puerta. Medía más de un metro ochenta y era rubia, platinada. Hola, chicos, dijo y se acercó a darle un beso. Mucho gusto. Luego abrazó a Jerry y se dirigió a la cocina, ambos la siguieron con la mirada. Estaba desnuda y tenía puestos unos zapatos dorados. Lovely, suspiró Jerry, acomodó el disco en la bandeja y apuntó con la púa a una de las pistas. Tomó su guitarra del piso y trató de seguir la melodía. Dice Baltazar que tiene que cuidar cien gallinas, diez caballos, treinta vacas y sembrar. Cantó con los ojos cerrados e intentó imitar el timbre de voz del joven León Gieco. Dice Baltazar por qué trabajo tanto si al final me estoy muriendo de tanto trabajar. Gustavo tomó otro sorbo de su vaso.
Selvia volvió a entrar con una regadera de zinc en la mano.
Ya los dejo, amor.
Humedeció la tierra de las plantas de marihuana y volvió a perderse por el pasillo angosto.
En la mitad de la canción desistió y dejó la guitarra sobre la silla. Es una señal, dijo Jerry convencido. Es algo bueno para el caso.
Gustavo lo miró en silencio. Quiso incorporarse y darle un golpe en la cara. Decirle que estaba en el mismo lugar que estuvo siempre, en el principio y con las manos vacías. Tuvo ganas de tomar la guitarra y estrellarla contra la bandeja, el vinilo, su caja y la botella de agua mineral. Respiró hondo y volvió a tomar la caja del disco.
Mil novecientos setenta y cuatro. Banda de caballos cansados, leyó en voz alta y levantó la vista. No me encanta.
Jerry se alejó para tomar el bolso negro de un rincón. Se lo puso al hombro y apagó el equipo de audio.
¿Viste lo que son estas plantitas?
Gustavo terminó su vaso de agua y se puso de pie.
La semana que viene vamos a tener todo listo para cosechar, dijo y giró la llave dentro de la cerradura.
22
Podía ver el techo recortado por la silueta de Clarita, a través del vapor denso. Se movía con una cadencia conmovedora. Los ojos cerrados parecían cortes precisos en su cara blanca. El pelo negro, húmedo, se le pegaba a los hombros desnudos. No emitía ningún sonido y se movía sin pausa. Gustavo trató de erguirse y besarla pero no pudo. Sentía el cuerpo duro como una madera más del ambiente. Ella inició lo que parecía una arremetida final e intensificó el ritmo. Algunos pelos negros lograron despegarse del sudor y saltar al ritmo de sus curvas incompletas. Gustavo cerró los ojos y trató de concentrarse en el tacto, en las manos sobre sus piernas. Trató de grabar en su memoria lo dulce que se sentía dentro de ella. Cuando volvió a mirarla pudo ver como una segunda silueta se recortaba detrás del rostro aniñado de su secretaria: Carlos lo miraba con gesto impaciente.
Se despertó al escuchar cómo Álvaro González abría la puerta. Estaba envuelto en una toalla blanca y tenía algunos moretones en el pecho. Y un ojo negro.
Gustavo se sentó apurado. Cruzó las piernas tratando de disimular la erección desnuda bajo la bata.
Renuncio.
Se frotó la cara para terminar de reanimarse. Dedicó unos segundos a observarlo. Sentado con los brazos cruzados, cómo esperando una respuesta reveladora. Tenía el pelo revuelto, algo sucio, y la barba desprolija.
Ayer seguí a tu enano hasta su casa y estacioné en la puerta. Medio minuto después salió un mono de dos metros y me molió a golpes. Hasta acá llegué.
Hizo una pausa y creyó encontrar una idea en su cabeza aturdida. ¿Pudiste averiguar algo más?
Álvaro González se peinó con ambas manos y resopló. Cerró los ojos un segundo, como haciendo memoria, y habló rápido:
Primero que nada, me vas a dar el doble por las horas que trabajé y la indemnización por paliza es de mil dólares más. Respiró hondo como tratando de relajarse, estiró las piernas y continuó. Tu amigo el enano es un sádico hijo de puta. Se cree el Padrino. No, el padrillo del porno, cogiéndose a todas esas pendejas, con este guardaespaldas de mierda, con su auto nuevo, japonés, preparado para piernas cortitas. Volvió a resoplar. Antes de internarse tuvo un problema, puede ser el problema que estás buscando. La noche anterior estuvo con dos actores. No se quiénes son porque nunca usan el mismo nombre dos veces. No sirven ni para coger. Creo que algo pasó esa noche. Los vieron juntos, varias horas, en un bar y después parece que fueron para su casa. Si tuviera que darte un consejo, lo mejor que se me ocurre hasta ahora: esos dos lo tienen agarrado de las pelotas. Cerró los ojos y recostó la espalda contra la pared.
Gustavo descansó la frente sobre las palmas de sus manos.
Respirá hondo, se dijo.
Acá tenés, lo que me pediste y un poco más.
Álvaro González metió el dinero en su bolso y lo cerró. Lo miró a los ojos como tratando de decirle algo. Estrechó su mano con fuerza y buscó un atado de cigarrillos.
Pará, tengo una idea, dijo Gustavo y sacó de su maletín dos cigarros cubanos envueltos en plástico transparente. Te invito un masaje. Le dio una palmada en la espalda e hizo un gesto para que lo siguiera.
Cuando encontraron a la responsable habló con cuidado. Le alcanzó un bollo con varios billetes y pidió expresamente que consiguiera a la chica oriental. Volvió la vista al amigo de su amigo. Vamos, dijo y volvió a golpearlo en el hombro transpirado. Ánimo.
Ella rondaba los sesenta pero su cuerpo estaba firme como las columnas que sostenían el techo de madera. Tenía puesto un vestido violeta con flores anaranjadas. Muy escotado. Hizo un gesto para que la acompañaran.
Cuando indicó que pasaran al cuarto perfumado con velas Gustavo se volvió. Le alcanzó dos billetes más que la mujer guardó en su corpiño.
Happy ending, por favor.
23
Pensó en llamarla.
La puerta del ascensor se abrió. Guardó el teléfono celular en el bolsillo de su pantalón y se dirigió al estacionamiento. Su reloj marcaba las dos y media de la tarde. Amalia debía estar reunida con Valeria, decidiendo los últimos detalles. El tocado. El ramo, quizás.
Tiró el bolso en el asiento de atrás y se acomodó frente al volante. Volvió a buscar el celular. Pensó en llamarla e invitarla a tomarse unas vacaciones juntos, lejos. Casarse en una isla de Brasil, o algo.
Arrancó y dio varias vueltas hasta la salida. Marcó su tarjeta y aceleró. El sol se le clavaba en los ojos. Pestañeó un par de veces, sintió caer una lágrima. Se puso los anteojos negros y suspiró.
Apagó el celular y prendió un cigarrillo.
24
Intentó recordar el sueño donde Carlos lo miraba. Se apuró a buscarlo en la agenda de su celular, pero no llamó.
No tengo nada.
Intentó recordar la expresión cansada de Clarita.
Easy, dijo Jerry y le alcanzó la enorme pipa de agua. Rápido que se apaga.
Gustavo se llenó los pulmones de humo y cerró los ojos.
Tenés que relajarte, hoy tenemos que patear y el domingo es el gran partido. Tomó un trago de cerveza y se atragantó. Tosió con fuerza y escupió por la ventana abierta hacia la vereda. La semana que viene te preocupás por el caso. Hizo un gesto para que le devuelva la pipa. Después de algunos segundos dejó salir el humo por la nariz. Igual te vas a casar, boludo.
Destapó otra botella y llenó los vasos de vidrio grueso. Miró por la ventana abierta y disfrutó del color turquesa del cielo, un instante. Un olor particular que no pudo reconocer le llamó la atención, buscó a su alrededor.
¿No era que los mellizos no entrenaban?
Jerry chistó exagerado. Apoyó la pipa sobre la mesa y alcanzó su vaso.
Es la final. Una vez en la vida.
Selvia entró con la regadera en la mano y se ocupó de las macetas.
No se preocupen por mí, chicos. Como si no estuviera.
Gustavo la saludó con la mano y los dos la siguieron con la mirada. Llevaba puestas unas pantuflas de peluche verde brillante.
Ayer estuve tocando la canción de Baltazar. Jerry hizo una pausa y se rascó la cabeza con fuerza. Tengo una idea.
Gustavo terminó de estacionar con cuidado y se sacó los anteojos negros. Los guardó en un bolsillo, tomó su bolso del asiento de atrás. Salió sin mirarlo. Caminaron unos metros por la vereda húmeda hasta que Jerry se detuvo.
Es una buena idea, dijo y entró al kiosco – ciber café que estaba junto a la cancha donde los esperaban. Necesitamos una computadora.
La chica sentada al otro lado del mostrador le devolvió una sonrisa y alcanzó un cartón pintado con el número doce.
Máquina doce, por favor.
Tenés que venir, boludo. Dale.
Gustavo volvió a resoplar y lo siguió por el pasillo estrecho. El lugar lo aturdía con gritos de chicos y adolescentes. Juegos en red, se dijo e imaginó una enorme red sosteniendo sus cuerpos sin vida. Silenciosos. Se rió, había perdido a Jerry.
Lo encontró sentado en el último cubículo de la fila. Se paró detrás de él y lo observó deslizar los dedos sobre el teclado con demasiada facilidad.
Creí que no tocabas nunca más una de estas.
Hace cinco años de la última vez. Vale la pena. Jerry enderezó la espalda, la pantalla se volvió negra. Necesito la dirección.
Gustavo lo miró sin entender.
Decime el correo electrónico de Baltazar.
Buscó la agenda en el bolso. No sé si lo tengo, dijo. Revisó entre las páginas varias veces. Tomo el cordón señalador y tiró de él: los papeles sueltos cayeron sobre el teclado. Los dispersó con las dos manos y se rió. Acá está dijo tomando una tarjeta rosada entre los dedos. Se la alcanzó y vio como las pantallas cambiaron de una a otra varias veces. Se sintió mareado por lo vertiginoso de las imágenes y buscó una silla.
IBM inventó el correo electrónico hace cuarenta años y sigue funcionando igual, dijo Jerry. Acá está.
En el monitor estaba abierta la lista de los mensajes recibidos. Una veintena de ellos, casi todos firmados por mujeres.
Hijo de puta.
Jerry abrió todos los mensajes pero no encontraron nada. Cuando se detuvo a mirar las fotos de una chica Gustavo se incorporó.
Además de inútil sos un pervertido. Tiene quince años.
No es cierto. Pasa que se depilan todas y parecen más chicas, boludo. Mi mujer me contó todos los trucos.
Vamos, dijo Gustavo tomándolo del brazo.
Esperá. Jerry cerró las fotos. Están los mensajes eliminados.
Gustavo asintió con la cabeza pero no se sentó.
A ver.
En la pantalla se desplegó una lista de más de seiscientos mensajes. Jerry abrió media docena al azar, sin suerte.
Pará, dijo Gustavo. Abrí ese, señaló.
Un mensaje de la última semana:
Van a ser $250.000.
Si no juntás la platita rápido todo el mundo se va a enterar de tu secreto.
Tu enamorada antes que nadie.
Cariños,
Juan Carlos Pija.
Hijo de puta.
Jerry se apuró a eliminar todo y dejar la computadora como la había encontrado. Recogieron sus bolsos, pagaron por el uso de la máquina y salieron en silencio.
25
Buscó el número de Carlos otra vez.
Bloqueó el teclado del celular y lo usó para rascarse la pierna. El sol le caía directo en la cara. Se recostó sobre el respaldo, estiró los brazos y suspiró profundo. Cerró los ojos. Tosió y apoyó los codos otra vez sobre el escritorio. Tomó el control del comunicador y apretó el botón.
No dijo nada.
Pensó en llamarlo y decir todo lo que sabía, que era suficiente. Que con la información que había conseguido estaba bien, que no iba a seguir. Quiso llamarlo y decirle hasta acá llegué, esto fue todo.
Basta.
Volvió a cerrar los ojos y sostuvo las mejillas con ambas manos. Encendió la computadora y revisó su correo electrónico. Pensó en escribirle a Baltazar y decirle que sabía lo que sabía. Decirle que se enteró lo que estaba pasando, que estaba rodeado. Que sólo podían salir adelante juntos.
Desenvolvió un cigarro y se lo llevó a los labios.
Pensó que no iba a contarle nada a nadie.
Los ojos se le tiñeron de rojo. Fue al baño y se lavó la cara con agua fría.
El Gordo acomodó la docena de empanadas en el centro del escritorio y repartió algunas servilletas. Gustavo alcanzó su vaso y sirvió la gaseosa dietética. Buscó en la notebook y eligió algunas canciones. Los parlantes diminutos vibraban como si fuesen a explotar. Gustavo se dio cuenta que los dos estaban nerviosos por el partido del domingo.
El Gordo dejó el repulgue de una empanada de calabaza sobre la bandeja de cartón.
Tengo algo que te va a encantar.
Se limpió la boca con una servilleta de papel y tomó otro trago de gaseosa. Tenía la frente transpirada. Respiró hondo como buscando relajarse y se hundió en el tapizado de cuero marrón. Pestañeó varias veces. Buscó en los bolsillos de su pantalón y sacó cinco dados de madera. Volvió a suspirar y se incorporó.
Decí un numero del cinco al treinta.
Gustavo terminó de tragar y tomó un sorbo de su vaso.
Veintidós.
El Gordo agitó los dados en sus manos. Dejó caer uno sobre el escritorio. Cuatro, exclamó cuando dejó de girar. Hizo lo mismo con el siguiente. Miró por la ventana un instante, el reflejo de un edificio enfrentado le hacía entrecerrar los ojos. Tiró dos dados juntos.¿Que número elegiste?
Veintidós.
Entonces tiene que salir un seis, ¿no?
Dale, Gordo.
Tiró el último dado desde unos pocos centímetros de altura. Sonrió y sin levantar la mirada los juntó formando una cruz, con el seis en el medio. Apoyó su mano gruesa encima e hizo algo de fuerza.
Ahora decí un número del uno al seis.
¿Cuatro?
Cuando levantó la mano el seis se había convertido en un dos.
Necesito relajarme, dijo el Gordo.
Tranquilo, eso te juega en contra.
¿Vamos al sauna?
Gustavo miró la hora en la pantalla de su notebook. ¿No es un poco temprano? Preguntó y se recostó sobre el respaldo.
No puedo más.
26
Una gota de saliva cayó de sus labios brillantes. Amalia estaba colgada de los pies, desnuda. Él tenía puesto el pantalón negro, camiseta y medias naranjas. Llevaba el número siete en la espalda. Corría, sin aliento. Agotado. Sentía los pies pesados como si usara zapatos de plomo. Cada vez le costaba más levantarlos. Empezaba a perder velocidad. La pelota estaba sostenida a su pierna por una gruesa cadena. Negra. Notó que quizás no iba a llegar al arco en llamas del que colgaba su prometida. Dejaría la vida si fuera necesario. Avanzó un metro más, observando con preocupación como la sangre empezaba a salir de sus botines. Formó un pequeño río a su paso y quiso verlo. Giró el cuello para descubrir que lo perseguía una moto. A gran velocidad. Una moto con sidecar. Carlos aceleraba y Baltazar, a su lado le apuntaba con un arma gigantesca. Trató de concentrarse en su objetivo y volvió la mirada al arco. Amalia estaba siendo golpeada. Azotada. Clarita apareció vestida de negro, con un antifaz y los pies descalzos. Le dio un latigazo atrás de otro mientras Amalia gritaba de dolor. Escuchó un disparo. Varios. Se agachó intentando no detenerse, sabía que sólo debía hacer el gol y todo volvería a la normalidad. Le gritó todo tipo de obscenidades a Clarita que ahora besaba el cuerpo de Amalia, sus marcas moradas, sus heridas. Uno de los disparos le dio en el pecho. Le hizo un orificio enorme y la sangre brotó de tal manera que el lugar empezó a inundarse.
El teléfono vibraba silencioso. El nombre de Jerry se repetía una y otra vez sobre la pantalla de colores. Gustavo tosió aturdido. Amalia dormía a su lado, boca abajo. Desnuda como siempre. La tapó y se acercó al aparato. Miró la hora antes de atender. Ocho de la mañana. Cortó y volvió a acostarse.
Jerry volvió a llamar unos segundos después.
Es sábado, pelotudo, susurró.
Estaba muy preocupado, necesitaba hablarle en persona, de inmediato. Dijo que sabía algo nuevo y que era demasiado urgente.
Más te vale, dijo Gustavo y cortó.
En el baño se lavó la cara con agua fría y se puso desodorante. Buscó uno de los conjuntos de gimnasia que usaba para entrenar y las llaves.
27
Se miró en el espejo retrovisor. Abrió los ojos grandes y después la boca. Sacó la lengua. Volvió a ponerse los anteojos negros y bajó de la camioneta. Golpeó la puerta metálica con el puño cerrado, dos veces.
Soy yo, gritó.
Jerry abrió la puerta sin hacer ruido. Dio un paso y le alcanzó el estuche de la guitarra. Tenía puesta una campera de jean y llevaba una mochila pequeña. Y su riñonera.
Vamos.
Gustavo lo miró sin entender. Detrás de él apareció Selvia, envuelta en una camisa amarilla sin botones.
Suerte, dijo con los ojos bien abiertos.
Saludó con la mano y cerró la puerta. Jerry puso la mochila en el asiento trasero, junto a la guitarra.
Vamos, boludo.
Paranoia.
Jerry no lo miraba. Hablaba muy serio, pausado.
Tenía un poco de paranoia y salí a caminar, dijo y sacó algo de su bolsillo. Encontré un nuevo correo electrónico.
Gustavo prestaba atención al camino. Se adelantaba a los camiones y dejaba pasar algún auto apurado. Fumaba muy tranquilo, una pitada atrás de otra. Dejaba salir el humo por la ventanilla. Jerry le alcanzó un papel doblado al medio:
El domingo, a las 7.00 AM.
En el Parador El Sabalero, acá en Rafaela.
Nos vemos, querido.
No te mandes ninguna.
Juan Carlos Pija, dijo.
Lo guardó en un bolsillo y tiró la colilla encendida al asfalto.
Estacionó el auto sobre la banquina un minuto y llamó a Amalia.
Vamos a pescar al río con Jerry y el Gordo. Una especie de concentración, aclaró. Por la final de mañana.
Ella le deseó suerte.
Abrió el techo corredizo y dejó entrar el aire arremolinado. La camioneta llena de viento se deslizaba como una patineta gigante. El sol entraba por un costado. Los mechones rubios de Jerry bailaban con el aire caliente, en silencio.
Jerry buscó en la radio. Pasó por varias estaciones de cumbia. La apagó y tomó la lata pequeña de su riñonera negra. Sacó dos cogollos frescos y empezó a dividirlos sobre sus piernas. Armó un grueso cigarrillo de marihuana y lo prendió.
Gustavo lo miró un segundo e hizo un gesto para que se lo alcance. Se llenó los pulmones con humo y lo expulsó muy lentamente. Tosió un poco y se lo devolvió.
¿Son las semillas de siempre?
Aunque no lo parezcan.
Te felicito.
Jerry se dio vuelta y abrió el estuche de la guitarra, sin soltarse el cinturón de seguridad. Con el cigarrillo en la boca, la tomó entre sus manos e intentó afinar. Tocó algunos acordes de la canción que estaba componiendo. Cantó un par de versos sin sentido y después volvió a quedarse en silencio.
Gustavo le volvió a pedir el cigarrillo y fumó con ganas, pitó varias veces y trató de sostener el humo en sus pulmones todo el tiempo que pudo. Cuando lo devolvió sonrió satisfecho. Jerry lo apagó con cuidado y lo guardó en la lata pequeña, dentro de la riñonera.
La canción de Baltazar era una buena señal, dijo Jerry. Yo sabía.
Se acomodó el sombrero de cowboy y trató de tocarla con la guitarra. Gustavo intentó seguirlo pero no conocía la letra. Imitó la melodía de la armónica, desafinado. Pero un día Baltazar escribió sobre un galpón unas frases muy cortitas que decían lo siguiente: “Las tierras deben ser del que las siembra porque yo estoy dando todo y hay quien se lo lleva; esto es para usted señor patrón y cómo va a conocer su campo si está sentado en un sillón con su esposa mirando televisión”. Jerry mantenía los ojos cerrados con fuerza. Su castellano era más perfecto cuando cantaba. Las venas de su cuello se estiraban y la barba permanecía casi inmóvil. Pero un día Baltazar se fue sin avisar y cuando estaba ya muy lejos se dio vuelta por mirar porque escuchaba un ruido extraño y no sabía que podía ser. Gustavo se adelantó a un camión de combustible y cerró el techo. Empezaba a tener algo de hambre. Por más que lo intentaba no podía poner en orden las ideas en su cabeza. Manejaba casi alienado. Y eran todos los caballos, todas las gallinas, mariposas blancas y los gorriones y las vacas que seguían por detrás a Baltazar. Jerry tocó un punteo sutil. Respiró hondo y movió la cabeza a ambos lados un par de veces. Acomodó la guitarra con cuidado en el asiento de atrás, cebó un mate y se lo alcanzó.
28
Gustavo buscó su celular y miró la hora. Seis y media de la tarde. El cielo estaba nublado. Estacionaron la camioneta y bajaron. En la recepción los atendió una chica rubia. Tenía unos aros metálicos grandes, dos anillos plateados, y los ojos pintados de un azul muy oscuro.
Hola, dijo con voz ronca, adolescente.
Queríamos una habitación doble para pasar la noche.
El cartel del Automóvil Club se encendió.
Regístrense en el libro de huéspedes que se las mando a preparar.
Gustavo improvisó una firma falsa y escribió los primeros nombres que se le ocurrieron.
Jerry guardó su mochila en el pequeño placard y se tiró en la cama matrimonial. Se quitó la ropa y se dio una ducha con la puerta abierta. Gustavo aprovechó para lavarse la cara con agua fría y se quitó la camisa.
Llamó por teléfono a la recepcionista y le solicitó el número de algún restaurante. Pidieron parrillada para dos y papas fritas. Cuando llegó la comida cenaron en silencio. Jerry se sentó cerca de la ventana, con la cortina apenas entreabierta. Alcanzó la guitarra e improvisó una versión pacífica. Algo de Bowie en clave de bossa nova.
¿Te dije que el Gordo está a dieta desde hace un mes?
Great.
Debe estar dando vueltas en la cama.
Gustavo buscó su celular y lo llamó. Estaba despierto. Le dijo que habían salido a correr juntos para despejarse un poco. Me parece bien, dijo el Gordo y les mandó un abrazo. Dijo que él no podía funcionar bien al otro día si no dormía y que se tenía que tomar un Alplax. Iba a dormir como un bebé, dijo.
Jerry cambió la melodía dulce por algo casi punk, algo de Kiss. Cuando terminó se incorporó y amenazó con destrozar la guitarra contra el piso. Se detuvo cuando escucharon un auto estacionarse. Apagaron las luces y corrieron la cortina. Baltazar bajó de su auto, solo. Entró en la recepción y medio minuto después se acercó a la habitación contigua. Abrió la puerta y entró. Jerry buscó la lata pequeña en su riñonera y armó un cigarrillo de marihuana más grueso que el anterior.
Me muerdo las uñas cuando estoy nervioso.
Easy.
¿A vos no te pasa? Necesito agua oxigenada, dijo Gustavo y fue al baño. Buscó un botiquín pero no encontró nada útil.
Es parecido a Mr. Burns, gritó Jerry.
Gustavo volvió sobre sus pasos y lo miró serio, con los ojos muy abiertos.
Estuve toda la noche pensando en que me hacía acordar a alguien y ya lo sé. Es como un Mr. Burns enano. Pero Burns tampoco debe ser muy alto.
Sos un boludo, y además no se parece. Y además no te metas con Burns que es el segundo mejor personaje.
Are you kidding?
Nadie duda que Homero es el mejor personaje, pero el segundo mejor es Burns. Gustavo sonrió complacido de lo que estaba por decir, de su poder de argumentación: los mejores capítulos son los que protagonizan Burns y Homero juntos.
Jerry se acomodó el sombrero con un dedo y volvió a mirar por la ventana. Hizo un ruido ronco con la garganta y escupió hacia afuera.
Se turnaron para hacer guardia en la ventana. Afuera el silencio era abrumador. Algunos autos pasaban sin hacer ruido e iluminaban la banquina. Algún camión tocó bocina. No podían ver otro animal más que el perro del estacionamiento. Nada se movía más allá de la media docena de sauces tupidos. La luna llena le daba un brillo plateado a sus hojas y un tono aun más oscuro al viento entre las ramas.
Baltazar salió de su cuarto una hora después. Se alejó algunos metros y caminó en círculos, hablando con su teléfono celular. Fue hasta la ruta varias veces y, finalmente, volvió a entrar a su habitación.
Gustavo jugaba con un cigarro cubano entre sus dedos. Se lo llevó a los labios varias veces y finalmente lo encendió. Escucharon una ducha abierta unos cuarenta minutos. Fumaron hasta quedar rodeados del silencio absoluto.
Bart es mucho mejor que Burns, dijo Jerry conteniendo una buena cantidad de humo. Hasta Maggie es mejor que Burns.
29
Ahí va, boludo.
Jerry despertó a Gustavo con un golpe. Estaba dormido en una silla, envuelto en una frazada gris oscura. Se incorporó de inmediato y miró por la ventana. Baltazar se alejaba de su habitación con un bolso en la mano. Tenía puesta una bufanda naranja y un abrigo negro. Gustavo abrió la puerta y cuando se había alejado lo suficiente, salió al frío de la mañana. Jerry se quedó buscando algo, revolviendo su mochila pequeña en el placard. Dio algunos pasos y se escondió detrás de un auto estacionado. Avanzó muy despacio, sin perderlo de vista. Corrió algunos metros y se ubicó detrás de un camión con ladrillos. Miró a su alrededor y notó que eran los únicos que se movían. El enano ya estaba llegando al parador. El cartel de neón todavía estaba encendido: “El Sabalero”. Se sorprendió de que incluso a esa hora despidiera un aroma tan penetrante a carne asada y aceite quemado. Avanzó agachado hasta ubicarse detrás de un contenedor de basura. Buscó el teléfono celular en el bolsillo del pantalón, configuró la cámara digital incorporada y estiró la mano sobre su cabeza. Sacó algunas fotos de Baltazar de pie con el bolso negro a su lado. Esperando.
Jerry lo alcanzó, se sentó a su lado y sacó una pistola automática de su pantalón.
Gustavo lo miró sin comprender por un segundo y trató de arrebatarle el arma. Forcejearon hasta que las manos de los dos quedaron pegadas al piso helado. Un auto rojo frenó brusco junto a Baltazar. Quedó envuelto en una nube de tierra, inmóvil, hasta que el conductor abrió su puerta. Era un chico con el pelo decolorado y anteojos negros. Se quedó con los brazos apoyados sobre el techo. Un segundo después bajó el acompañante. Jerry, resignado, guardó el arma en su cintura. Gustavo tomó otra foto con el celular. Era un poco mayor que el conductor, tenía la misma campera blanca que el otro, con la capucha puesta. Se acercó y le dio la mano a Baltazar. Un camión pasó por la ruta a toda velocidad y los distrajo un instante.
Estudió un segundo la foto que acababa de tomar en la pantalla pequeña. Podía ver claramente su barba negra y el pelo largo saliendo la capucha. Tomó la pistola con un movimiento brusco y se incorporó.
Es el mellizo, dijo con un grito y tiró un balazo al cielo.
El rubio entró y arrancó el auto, el otro lo alcanzó corriendo y se subieron a la ruta. Gustavo corrió tras ellos. Cuando estaba en la banquina y se habían alejado varios cientos de metros disparó al bulto del auto. Recordó todas las veces que soñó con Carlos y volvió a correr.
El auto se detuvo con el ruido de una pequeña explosión. Gustavo ya casi no respiraba y las piernas le pesaban demasiado pero hizo otro esfuerzo por no detenerse. El mellizo, Diego o Armando, nunca había podido diferenciarlos sin la ayuda de Jerry, se bajó y empezó a empujar. Él se siguió acercando, cada vez más. Cuando estuvo a unos cincuenta metros de alcanzarlos el auto arrancó.
Se desplomó en el piso y tomó la pistola con las dos manos. Apuntó le mejor que pudo y disparó todas las balas que quedaban en el cargador mientras el auto rojo se alejaba.
Después de algunos minutos sentado decidió incorporarse.
Respirá hondo, se dijo.
Sentía que le había bajado la presión, pero ya estaba recuperado. Se miró el dedo y un hilo de sangre muy fino corría al lado de la uña. Se ayudó con las dos manos y empezó a caminar de vuelta al estacionamiento. Miró hacia ambos lados y cruzó la ruta muy despacio. A lo lejos se acercaba un camión con ganado. Tienen suerte, dijo cuando pasó a su lado y trató de escupirlo. A unos pocos metros, sobre la banquina, lo sorprendió el penetrante olor a podrido del agua acumulada en una zanja. Pensó que el lugar debía estar lleno de sapos. Recordó como disfrutaba de cazar ranas cuando era chico. Ranas pequeñas, como dedos pulgares. Verdes claras, con alguna mancha amarilla. Una vez había visto una muy pequeña con manchas rojas, casi violetas. Cuando sus padres todavía vivían y los había convencido para tener varias peceras en la casa, con peces, ranas y toda una variedad de plantas acuáticas. Desde mucho antes había querido ser biólogo. Biólogo marino. Pensó en refrescarse, dejándose caer en el agua verde, pero siguió. Pensó que quizás tendría que haber aprovechado esa época para matar a alguna de las ranas, o incluso alguno de los grandes sapos que salían a cazar mosquitos por la noche en la quinta. Si lo hace un chico no pasa nada, si a mi edad le tiro un petardo a un sapo me meten preso. Recordó la última vez que había pensado en la biología, cuando conoció la facultad. Todo cambió tan rápido que ni siquiera Amalia terminó la carrera, con lo poco que le faltaba. Volvió a mirar el agua verde y vomito.
Cuando rodeó el enorme camión cargado con ladrillos encontró a Jerry con el torso desnudo. Sostenía con las dos manos su camisa y la agitaba para darle aire a Baltazar que estaba acostado en el piso, abrazado a su bolso negro. Respiraba con mucha dificultad.
Se tomó el pecho y gritó cada vez más despacio.
30
Enano de mierda, dice Gustavo con los pulmones llenos.
Tose dos veces y escupe en el piso.
Jerry le alcanza el cigarrillo de marihuana, con cuidado para que no se moje. Después de media cuadra, Clarita vuelve a acercarse a Gustavo y le toma de la mano. Le hace un gesto con la frente y los dos se protegen bajo el enorme paraguas de el Gordo. Caminan cerca de la pared alta del cementerio, donde están un poco más protegidos de la llovizna cada vez más incómoda.
Avanzan en silencio. Selvia toma la mano de Jerry e imita su ritmo para dar los pasos. Lo mira un segundo y le da un beso en la mejilla. Gustavo abraza al Gordo y le dice gracias al oído. Mira el cielo, suspira y observa de reojo la espalda de Clarita. Mantienen el mismo ritmo que la procesión del entierro, la misma cadencia oscura de los pasillos custodiados por bóvedas y angelitos de cemento. Así siguen hasta que alcanzan la primera avenida.
En la esquina Selvia para un taxi y saluda a Gustavo con un abrazo. Jerry le mete la lata pequeña de metal en el bolsillo del saco, le da un beso, y también se mete en el auto.
Gustavo, Clarita y el Gordo caminan algunas cuadras más. Entran en una pizzería y almuerzan. Toman cerveza y hablan sobre la empresa. Él les confiesa que hace poco estuvieron a punto de venderla a un grupo japonés, pero que su posición es bastante estable en este momento.
Clarita le acaricia la espalda y sonríe.
Epílogo
Me llamó de su hotel en Hawai.
Gustavo patea con fuerza, pero el gordo ataja casi todos los tiros.
Dice que no sabe cuándo va a volver.
Jerry está sentado a un costado de la cancha, sobre un banco de madera. Lleva el pelo corto y la barba prolija. Intenta reproducir la melodía de una canción de los Doors.
El gordo devuelve la pelota con la mano, despacio y tose. Habla de lo enfermo que hay que estar para enamorarse de la propia hermana. De inmediato se corrige y aclara que también es enfermo si es la hermanastra. Eso antes no lo sabía, aclara.
No sé, contesta Gustavo y vuelve a patear, tratando de apuntar mejor a uno de los ángulos y sin tanta fuerza.
No hay que sorprenderse de nada, aclara Jerry sin quitar la vista de sus dedos sobre las cuerdas.
La pelota entra junto a uno de los palos, perfecta. El Gordo la saca del fondo de la red pero él no la pide. Se acerca sin apuro al banco de madera. Jerry acomoda su guitarra a un lado y sale disparado, dando un salto. Él se sienta y observa con cuidado, en silencio, cómo se pasan la pelota una y otra vez. Jerry es muy habilidoso y se entretiene haciendo varios jueguitos, con la pierna y la cabeza. Él mira la guitarra intrigado.
Ya no voy a ponerme a estudiar biología, se dice mientras busca algo entre sus cosas. Pero me gustaría aprender algunas canciones. Recuerda una vez que con Jerry y Amalia fueron a la costa de Uruguay. Como le fascinó esa capacidad de crear momentos con seis cuerdas y nada más.
Toma algo de marihuana y arma un cigarrillo. Lo pone entre sus labios y lo enciende.
Enano de mierda, dice con los pulmones llenos. Tose dos veces y escupe en el piso, junto al banco de madera, mientras el gordo le recrimina algo a Jerry.
Toma la lata pequeña con cuidado y la guarda en su bolso, junto al celular.
Esto es para vos, dijo y se incorporó. Hubiera preferido que sea la copa, pero quedará para la próxima.
El Gordo dejó la pelota y se acercó sorprendido. Dio algunos pasos, tímido, y después se apuró. Rompió el papel y tiró el moño a un costado. Se rió varios segundos y cuando pudo contenerse le agradeció con un abrazo. Se puso la galera y trató de acomodarla un poco hacia el costado.
Te queda bien, dijo Jerry y pateó la pelota con fuerza, al medio del arco vacío.
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