Prisión de oro.

in cuento •  7 years ago  (edited)

Había pasado una noche difícil, igual que todas las demás desde que aceptó ser parte de toda esta charada. Llevaba más tiempo que ningún otro cumpliendo con el trato. Con esas Bestias no se podía negociar, si te elegían tenías que hacerlo y convenía: si aceptabas toda tu familia era salvada y privilegiada.

Abrió los ojos, contempló el dosel y luego el otro lado vacío de la gran cama. Observó todo lo que tenía a la vista en la espaciosa habitación. Veía las molduras de oro, las jambas de las puertas, las esculturas, los cuadros, las cortinas, los muebles, hasta los vasos y la jarra del agua. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había llegado el día en el que tendría que ponerle fin a aquello. Su mayor interpretación había llegado a su fin y era hora de retirarse en su mejor momento.

Hizo lo que acostumbraba a hacer todos los días: se levantó de la cama sin reparar en que solo vestía sus calzones, sus muy finos calzones. Le parecía hasta estúpido. Solo era un simple actor en el mayor montaje de la mayor farsa que esa gente podría haber visto. Ni siquiera lo imaginaban. Siguió pensando, lo poco que se atrevía a pensar, eso no era lo suyo en realidad, se puso las esponjosas pantuflas y se cubrió la enorme y morena anatomía con la costosa bata de seda que le habían regalado sus camaradas chinos.

Le alegraba que generalmente nunca lo molestaran, tenía cierta privacidad garantizada. Solo tenía que limitarse a hacer lo que le dijeran y a no salir nunca de su lujosa prisión. Era tanta su privacidad que él mismo había insistido en no tener ningún tipo de servicio que no fuera lavandería o comida, le gustaba mantener sus espacios sagrados, así sentía que hacía algo que no fuera mentir. Algo que fuera verdad, pues él era solo un actor muy bien pagado. Aunque a veces todo aquello, para él, no tenía sentido. Todo ese dinero y no podía usarlo para sí mismo. Llegaba a dudar que alguna vez, en todos esos años que las Bestias llevaron ese sistema, le hubieran pagado a alguien.

Suspiró, abrió las cortinas y vio hacia lo que podía ver de la ciudad. Altos edificios residenciales ahora tapaban la genial vista desde aquella colina sobre la que habían construido su prisión. Antes, los habitantes de esa misma celda podían observar todo cuanto bañaba la luz sobre su valle, su corral, su ciudad, sus dominios, ahora solo veía humo de carros, edificios horrendos, ranchos y monte. A unas pocas cuadras veía hacia la colina vecina y se maravillaba con el bonito arco que coronaba la cima. Después bajó la mirada hacia la entrada de su prisión, vio a sus elegantes y uniformados carceleros y se resignó. «Hoy es el día», pensó.

Fue al elegante baño, se quitó la poca ropa que tenía, contempló los principios de la soriasis en su abultada barriga y se convenció aún más de que ese era el día perfecto para hacerlo. Se sentía bien consigo mismo de solo pensarlo. Se metió a bañar y siguió los protocolos cosméticos de siempre para poder mantener las apariencias como se debe, aunque no le preocupaban mucho en realidad, trató de mantenerlo tan burdo como fuera posible para así poder darle un toque especial a su plan, moriría pronto de todas formas, rogaba que así fuera.

Estuvo como una hora bañándose, hasta que por fin decidió que era el momento de salir y enfrentarse al mundo.
Intentó arreglar como pudo su dañado cabello. Se cepilló los amarillos dientes y salió de nuevo al cuarto, donde ya tenía preparada la muda de ropa. Sobre la mesa de centro de la habitación yacían los elegantes adornos que requeriría ese día, en sus respectivos estuches con interior de terciopelo rojo, por supuesto. Todo para aquel gran día.

Se sentó en la cama, encendió un cigarrillo, se puso ropa interior limpia, se llenó de crema para la psoriasis y luego se aplicó mucho talco para evitar la comezón. A veces pensaba (las pocas veces que lo hacía de verdad) que tenía demasiado cuerpo y muy poco cerebro y hasta llegaba a sentirse mal por eso, pero ya no importaba. En el fondo, una de las cosas que sabía mejor era que no sabía absolutamente nada, y eso le parecía muy profundo por alguna extraña razón, porque él apenas y sabía leer, y muy apenas.

Metió sus robustas, celulíticas y ulceradas piernas en el amplio pantalón. Se montó el pesado chaleco antibalas, una gruesa franela blanca y sobre ella la gran camisa Hugo Boss que pidió expresamente para ese día, la cosa parecía una carpa de circo. La abotonó (a la camisa), se la fajó por dentro del pantalón y se ajustó la corbata, la corbata era su especialidad, le gustaba jugar con los nudos, él también podía ser coqueto y algo jocoso.

Se amarró las trenzas de los importados y pulidos zapatos, nunca entendió como es que las Bestias siempre hablaban de lo propio y todo lo que usaban era importado, una vez había oído que ellos había perfeccionado un arte, tenía que ver con un doble algo…doble…¿doble-qué?…nunca recordaba bien. Terminó de esforzar sus agotadas neuronas, acarició las dulces y suaves sábanas que lo habían acogido tanto tiempo y se levantó por última vez de la hermosa cama endoselada.

Entonces presionó el botón en la mesita de noche de la cama y entró la ayuda de cámara al ataque, los tres jóvenes agarraron cada uno un adorno y lo puso en su respectivo lugar sobre su gran anatomía (la de él). Todo milimétricamente colocado y ajustado para que no se moviera nada en todo el día. Eso era lo que más le molestaba y le fastidiaba de todo, era súper monótono, los tres mismos colores para todo y de paso soportar el peso del oro, las turmalinas, los zafiros y los rubíes, todo el día. Se sentía como una reina que le habían mencionado una vez, una que nunca moría y que tenía que llevar una corona pesadísima. Sintió lástima por ella.

Esperó sentado a que lo llamaran mientras recordaba sus líneas una y otra vez. Sabía cómo hablar en público, cómo gritar y cómo insultar a sus enemigos (los de las Bestias).

Lo fueron a buscar, y mientras avanzaban por los hermosos salones y pasillos de su hermosa prisión crisoelefantina (la de ellos, las Bestias), le explicaban otra vez la agenda del día. «Que ladilla tener que complacer a esta gente, ni siquiera se dan cuenta cuando hacen el cambio» pensaba mientras caminaba.

Ese día decidió hacerlo peor que nunca para obligar a esas Bestias a salir de él. Pero no les daría el gusto, él mismo lo haría y ellos tendrían que limpiar el desastre.

Salió por la gran puerta principal (siempre le había parecido muy bonita y elegante) y de inmediato comenzaron los flashes. En medio de los flashes apareció la mujer y lo agarró de la mano como a un crio, ese era su trabajo. A ella la odiaba más que a ellos (las Bestias). Nunca se había preguntado si a ella también le tenían reemplazos.
Los demás monigotes hacían como que hablaban con él y reían juntos como amigos de toda la vida mientras el saludaba complacido, igual que siempre, para toda la gente, esa gente tan imbécil.

Dio su discurso frente a las cámaras. Saludó. Lució impecable. Amenazó a sus enemigos y siguió su guion a la perfección. Todos aplaudían.

Después vino la parte dura: aguantar parado, con todo aquello encima, mientras veía y saludaba a todos aquellos simios caminando uno tras otros con sus máquinas rechinando, sus armas oxidadas y sus caballos relinchando. Ese fue el momento, justo cuando pasaban los aviones, que cometió su estupidez. Se dio cuenta de que sus Bestias, sus amos, se dieron cuenta y sabía que había funcionado. La cuestión que le quedaba por resolver era cómo lo haría.
Había escuchado cómo habían acabado con los otros reemplazos, por eso él tenía que hacer algo distinto. Se decidió por la cosa tricolor que le atravesaba el pecho.

Lo sacaron de ahí tan pronto como pudieron y se alegró de salir, por fin, del sol inclemente que estaba pegando y quemando mientras él estaba con toda aquella parafernalia encima. Moría de hambre y calor.

Llegó otra vez a su habitación (la de él), en su prisión crisoelefantina (la de ellos, las Bestias) y vio el sitio perfecto junto a la ventana. Dejó una nota pidiendo que por favor consideraran a la poca familia que le quedaba, pedía que por favor le dieran el dinero porque les hacía falta. Y si los iban a matar, que por favor tuvieran piedad.

Se subió en una silla, se quitó aquel pedazo de tela tricolor, la lanzó sobre la viga, le hizo un nudo, se la puso al cuello, se persignó y solo pensó en algo: esta gente ni se imagina que para la mañana siguiente tendrían a otro habitante de esta celda de oro, llena de impostores, farsantes, falsificadores, estafadores, hipócritas, que solo obedecen a sus propios impulsos, oprimiendo la bota de su poder contra la cara de los demás, de aquella gente, todo en medio de la mayor puesta en escena que podrían haber diseñado.

Se sintió raro pensando algo tan profundo y le alegró sentir el nudo acabando con todo. Le alegró ser alguien que no sabía mucho de nada y se alegró de poder contemplar aquello que había dejado atrás y a esta gente que no tenía idea. Él podría no saber mucho de nada, pero esa gente era imbécil si de verdad no se daba cuenta, eso lo ponía a él sobre ellos.

Su satisfacción en ese momento fue breve, pero pronto se vio más intensificada que nunca, desde aquel lugar desde el que estaba colgando, desde el que había pateado la silla, podía ver hacia la puerta y escuchar los gritos de sus carceleros, fue entonces cuando la puerta se abrió de golpe y entraron en tropel hombres armados y uniformados de gala, escoltando a una figura amplia, abultada, morena, con el cabello negro y quemado, con un tupido bigote negro sobre sus labios, una sonrisa socarrona, era como verse a sí mismo parado en la puerta mientras su vida se extinguía. Era su digno sucesor, y tenía pinta de que este sí perduraría un tiempo, quizás no fueran a necesitar otro, este se veía satisfecho con lo que veía.

Desde aquel lugar en el que ahora veía sintió un poco de lástima acompañando a su satisfacción por la mentira y por el caos tan perfecto que impulsaban la vida de un artista como él pero fue pasajera. Estos (las Bestias) pecaban en su malignidad, regocijándose en su crápula, en su maledicencia, en su terror, en sus crímenes, aquellos pecaban todos de pendejos, de blandengues, de ciegos, pusilánimes, guevones todos, amos y siervos hechos a imagen y semejanza. Y él, desde aquel nudo, desde aquella horca, desde aquella torre de marfil, después de todo, ahora él era libre y ellos no.

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