Originalmente publicado en El Libertario.
Uno de los síntomas del germen totalitario que enferma a muchos hombres, especialmente en la izquierda, es la idea de que todas las personas deben involucrarse en las decisiones políticas y de que, como corolario, el mejor sistema político es la democracia directa. Este es un síntoma típico de los asambleístas universitarios y secundarios, ciertamente: si uno es capaz de tolerar el hedor de los pañales, observará con claridad cómo los asistentes asumen que es un «deber» de todos los miembros a los que la Asamblea dice representar (porque en realidad no representa a nadie) concurrir a las reuniones y participar de las discusiones y tomar parte en la ejecución de las decisiones que ahí se tomen. Percibí este síntoma, otra vez, en la entrevista que le hizo Patricio Olavarría a Miguel Vicuña: este sujeto está convencido de que Chile habría avanzado mucho más sin los contrapesos políticos que han retardado la polarización ideológica y que, por ende, debería haber contado con gobiernos más fuertes y decisivos durante los últimos treinta años, esto es, los que siguieron a la Transición, si bien él estima — erróneamente, por cierto — que esta comenzó en el momento en el que terminó.
Esta idea nociva de que la democracia directa sea algo bueno asume que lo mejor que puede hacer una persona es dedicarse a la política: no a lo que ella disfrute o considere más valioso o la haga más feliz, sino a la política. La idea exige, por lo tanto, que todas las personas participen en todas las decisiones políticas del estado en el que han tenido el infortunio de nacer. Como en la práctica esto nunca ocurre, sus defensores más pragmáticos proponen que quienes no han asistido deban someterse contra su voluntad a las decisiones tomadas por quienes sí asistieron. Esta proposición tiránica no resulta tan escalofriante, sin embargo, como la premisa de que los fines de la Asamblea están por encima de los fines del individuo. Cualquier idea que proponga supeditar los intereses de una persona a los de otra o a un colectivo debería ser rechazada por quienes creen en la dignidad humana. No obstante, los propios defensores de esta aberración afirman que su idea está fundada en la dignidad humana: no en la dignidad del individuo, sino de la comunidad.
El problema está, por supuesto, en que no existe algo así como una dignidad del grupo ni un bienestar comunitario: se trata de fantasías sobre las cuales se justifican atrocidades como las cometidas por Stalin y Hitler el siglo pasado. Para empezar, los límites de cada grupo son variables y dependen de los criterios que utilicemos para definirlos: podemos hacer una delimitación diacrónica a la vez que diatópica y diastrática y obtendremos un grupo definido. De la misma manera, no obstante, podemos obtener un grupo diferente alterando cualquiera de estos criterios. Un mismo grupo no se mantendrá igual en el tiempo incluso sin modificar los criterios mencionados: tendrá miembros que se suman y se restan de forma constante. Por último, lo que sea mejor para cada grupo ni siquiera puede ser definido por los miembros de este grupo y no porque no se pongan de acuerdo, sino porque ellos mismos pueden tomar decisiones que atenten contra la integridad o la existencia completa del grupo: así que los individuos integrantes del grupo no pueden ser confiados con la delicada tarea de definir el «bien común». Se trata de un esfuerzo inútil, pues, buscar la dignidad o bienestar de una comunidad: estos fenómenos pueden identificarse en un individuo, más bien, pero no en un grupo.
Aparte de la imposibilidad práctica y la ilusión conceptual, la amenaza contra los derechos y la dignidad humana que representa la idea de una democracia directa obligatoria resulta bastante real: hay quienes la defienden en público y se lamentan, además, de lo que consideran desidia política en sus ciudadanos. Esta valoración refleja desconexión de la realidad, puesto que las personas valoran otras cosas en la vida aparte de la organización política; desdén hacia los intereses distintos de la organización política, el cual puede incluso ser deshonesto, por cuanto difícilmente el individuo que manifiesta estos juicios carecerá de otros intereses; desprecio por las preferencias personales, lo cual desemboca invariablemente en la justificación del cercenamiento de la libertad; síndrome mesiánico, etc.
Quienes creen que una democracia directa es no solamente posible, sino que deseable deberían detenerse a pensar concienzudamente acerca del colapso económico y general que significaría que todas las personas dejaran sus actividades e intereses para involucrarse en discusiones políticas: no habría agua potable si las plantas de tratamiento no cuentan con el personal necesario ni electricidad si las plantas generadoras no son operadas. Ya con estas instalaciones detenidas basta para que nada más funcione en el mundo. Pero la amenaza más seria de esta idea sigue siendo la de vulnerar la dignidad del individuo.
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