EL ADVENIMIENTO DE LA CASA

in ensayo •  7 months ago 



EL ADVENIMIENTO DE LA CASA


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La casa adviene en la poesía de Dulce María Loinaz como el lugar del ser donde se van tejiendo los sueños; porque entre ella y el hombre existe una identidad que va más allá de las cosas aparentes, “Y es que el hombre aunque no lo sepa /unido está a su casa un poco menos /que el molusco a su concha. /No se quiebra esta unión sin que algo muera /en la casa, en el hombre…o en los dos”. Por eso la casa habla y es portadora de unas vivencias que son la historia, el espíritu y la trascendencia del poeta. Así que de “Últimos Días de la Casa”, podremos decir que constituye, una de las joyas testimoniales más genuinas que de ella hemos tenido. La casa será la ventana, la vida y el silencio (“Pero el silencio era distinto entonces /era un silencio con sabor humano”), y a la que se unirá vitalmente la voz de Loinaz (aún en sus prolongados momentos de ausencias y en el acaecimiento de algunas muertes familiares). Si la casa en Rafael José Álvarez es la ciudad naciendo en la ciudad, en Loinaz es la melancolía por el entorno perdido y por la presencia de una nueva arquitectura hostil a su belleza, y más aún por el rompimiento del dialogo que la casa mantenía con el mar: “Tal vez el mar ya no exista tampoco. /O lo hayan cambiado de lugar. /O de sustancia. Y todo: el mar, el aire, los jardines, los pájaros, /se hayan vuelto de piedra gris, /de cemento sin nombre”. También será el apego a las costumbres de ver los nacimientos y la muertes en la intimidad de su recinto (“mas lo cierto es que hay casas de nacer, /al igual que recintos destinados /a recibir la muerte colectiva”); al igual que las reminiscencias sobre las alegrías, las tristezas, los regresos de los hijos pródigos y el abandono a la que la somete el tiempo y las ausencias: “Otro día ha pasado y nadie se me acerca. Me siento ya una casa enferma, /una casa leprosa. /Es necesario que alguien / venga a recoger los mangos que se caen /en el patio y se pierden /sin que nadie les tiente la dulzura”. Escrito por Loinaz en un tono mesurado y continuo “y con una música interior que envolvía en misterio, las palabras y las impresiones recibidas de la realidad” (Anderson Imbert), “Últimos Días de la Casa” encarna el ideario de los hombres apegados a los espacios sagrados que los han acogido, en cada día y noche donde se convocan las voces familiares a entonar los “villancicos de anémonas y el cantar de la noche recuperada”. El valor espiritual de la casa (“O por estar yo cerca de sus almas. /Tal vez yo tenga un alma por contagio”) que van dando los objetos, los recuerdos, las vivencias en el acaecer fortuito del tiempo en su regazo (lo que nos amarra como contundentemente expresara ella en una entrevista); nos hace partícipes de esta aventura que nos lleva a comprender que “la vida es siempre /puerta cerrada ercamente /a nuestra angustia”.


“Poemas Náufragos” es realmente un libro de crónicas plasmadas con la precisión de quien no quiere perder esos instantes de eternidad que da un nombre, un gesto, un paisaje, una fiesta, una música y una danza. En sí la vida derramada en cada lugar donde el sol anuncia sus claridades. Ya hemos hablado de la inquietud de Dulce María Loinaz por conocer otros mundos, otras realidades extrañas a su cultura, lo que constituía una forma de ensanchar las futuras visiones de su poesía. Así al llegar a los países orientales, específicamente a Egipto, la tierra de los Faraones y recordar la profunda impresión que le causó la cámara funeraria de Tutankamon, y al no poder conciliar el sueño, se preguntaba: “¿Qué puedo hacer? Lo único que podría hacer era escribirle una carta a Tutankamon. De esa noche de delirio surgió un largo poema en prosa: Carta de Amor a Tut-Aank-Amen”. Éste texto escrito con una pasión nocturna es uno de los más bellos de la breve obra de Loinaz. Toda muerte en la juventud es sagrada y sobre todo si se trata de, la de un rey de un reino floreciente: “Ojos dueños de un reino eran tus ojos, dueño de las ciudades florecientes, de las gigantes piedras ya milenarias, de los campos sembrados hasta el horizonte, de los ejércitos victoriosos más allá de los arenales de la Nubia, aquellos ágiles arqueros, aquellos intrépidos aurigas que se han quedado para siempre de perfil, inmóviles en jeroglíficos y monolitos”. Una impresión de la mirada, éste poema, que evoca los pálpitos de un corazón que esperó vanamente las gacelas temblorosas de la juventud por razones de una muerte prematura, a pesar de ser el elegido: “Daría mis ojos vivos por sentir un minuto tu mirada a través de tres mil novecientos años…Por sentirla ahora sobre mi-como vendría-vagamente aterrada, cuajada del halo pálido de Isis”. Loinaz era una asidua lectora de la literatura Árabe, de la que se sentía profundamente heredera e influenciada. En unos versos de “ÚltimosDías de la Casa” (“Eso me hace pensar con la nostalgia /que le aprendí a los hombres mismos, /que en lo adelante /no se verá ninguna de nosotras /-como se vieron tantas en mi época /condecoradas con la noble tarja /de mármol y de bronce, /cáliz de nuestra voz diciendo al mundo /que nos naciera un tribuno antiguo /un sabio con el alma y labarba de armiño /un héroe amado de los dioses”), Dulce María Loinaz expresa su estimación por el linaje de los hombres. Recordemos que ella era hija de un general de la guerra de independencia, admirador de Bolívar y compañero de Martí en las gestas revolucionarias. Por eso su poesía toca aspectos de la grandeza de sus ancestros. Tal es el caso del texto “Tríptico de San Martín de Loinaz”, donde ella nos sitúa en los castañares de Beasaian en la región vasca, para hablarnos de San Martín de Loinaz, del aparecimiento de una mariposa en la estación otoñal que le indicaba su condición de elegido, de su ida al Japón como misionero mártir y finalmente de su ascensión como santo un siglo después de su muerte. Más que ser descendiente Dulce María Lionaz de uno de los hermanos de San Martín, es el sueño que reclama para sí su poesía la que la acerca al milagro de ver las piedras surgir de las montañas de Beasaian y en un acto amoroso, apretujarse en ramos perennes y perfumados, para hacer posible la iglesia ofrendada al mártir. Sueño y verdad que está en cada fuente, fruto, estrella y sobre todo en cada niño, “porque todo niño puede llegar a ser un santo y todo santo alguna vez fue niño”.


Con “Bestiarium” se cierra un ciclo de una obra que ha merecido el reconocimiento universal de la crítica, al otorgársele a Dulce María Loinaz el premio Miguel de Cervantes de literatura en el año 1992. Aparte de que ya figuras prominentes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral, habían hecho un reconocimiento explícito de la calidad y belleza de sus primeros libros. Ésta obra es un cuaderno recuperado por uno de sus maestros, que evitó fuese cercenada su imaginación por académicos apegados a manuales prescritos; y sobre todo marcaría ese gozo de Loinaz por las definiciones, que en poesía tienen un sabor y un color que trasciende la mera racionalidad. Libro equiparado en belleza a los “Cantos de Inocencia” de William Blake, porque sólo en la edad temprana van juntas la inocencia y la imaginación: “La Araña-gris de tiempo y de distancia- /tiende su red de mar quieto del aire, /pescadora de moscas y tristezas /cotidianas…//Sabe que el Amor tiene /un solo precio que se paga /pronto o tarde: La Muerte. /Y Amor y Muerte con sus hilos ata”. Aquí se resaltan las propiedades de existencia de la “Tegenaria doméstica” y sobre todo su facultad de tejer, porque de allí viene su nombre, cuando la diosa Atenas convirtió en una tela de araña el tejido hecho por Aracne. Son veinte los animales que estudia Loinaz en su “Bestiarium”, que debieron ser los predilectos en sus lecturas sobre Zoología, para darle a cada uno de ellos la dimensión poética necesaria, que nos llevara a comprender el rol que ellos juegan en nuestras vidas, sobre todo cuando somos niños y comenzamos a percibir la rareza de los seres que habitan el mundo:

“¿Qué hará el Ciempiés

con tantos pies

y tan poco camino?”



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