POESÍA DE LO INEFABLE
Emily Dickinson (1830-1886) es una de las voces más representativas de la literatura norteamericana, y su poesía nos embarca en una múltiple aventura de sensibilidad y conocimiento. Poesía que hace de cada objeto un puente maravilloso que evoca lo inexpresable; y nos trae una realidad que existe detrás de la mirada, la que nos despierta al canto, a pesar de nuestra incertidumbre de andar sobre los oscuro:
"Hay una mañana a los hombres no visible
Cuyas doncellas sobre un más remoto verde
Su seráfico mayo celebran
y todo el día con danza y juego
y cabriola que nunca yo nombrar pudiera
Su día de fiesta emplean".
Estamos ante el despojo de la mirada de lo perecedero, en búsqueda de lo arquetípico, o "de la afirmación de algo inexpresable", en palabras de E. Zolla. Esta idea queda sucintamente expresada en una hermosa frase de H. Murena: "Cualquier humano llega en determinado momento a la zona donde no hay respuesta". Es la zona del secreto y de "la lucidez intolerable", que la lleva al constante escepticismo, --producto de una realidad que le es hostil y que establece una amarga simetría entre el pasado irredimible y la incertidumbre del futuro. Es la "melancolía fundamentalmente, ontológica" que sugiere H. Murena.
Hay en E. Dickinson una disposición al aislamiento, en parte a su formación religiosa, pero más profundo aún, a su convencimiento que desde allí, tenía el atrevimiento de retar a Dios. Es precisamente la poesía de E. Dickinson una constante interrogación, a las cosas que, aparentemente, presentan fútiles revelaciones. Es el "carácter intuitivo" de la artista, lo que le permitía "ver las analogías más secretas", como lo señalara un crítico norteamericano sobre su obra. El siguiente texto expresa lo que anteriormente hemos afirmado:
"No le he dicho aún a mi jardín
No sé qué desistir me haga.
En absoluto tengo la fuerza ahora
de comunicárselo a la abeja.
No lo nombraré en la calle
Porque en las tiendas podrían inquirir
Que alguien tan tímido-tan ignorante
Tenga el descaro de morir.
Las colinas no deben saberlo-
Aquellas donde yo tanto vagué-
No diré a los amorosos bosques
El día en que yo me iré-
Ni lo balbucearé en la mesa-
Ni con descuido de pasada
Insinuaré que en el acertijo
Hoy alguien tendrá entrada-
La presencia de lo nostálgico, la evocación permanente de los caídos ante los ojos de la muerte, y la frustración ante la concreción de asuntos amorosos, conducen a la artista a esas aristas del abismo de lo inexpresable; que en el fondo hacen posible la presencia de la poesía en búsqueda de lo que nos falta. Aislada en Amherst (Mattsachussets) un lugar campestre, donde las muertes familiares parecen ser de todos, muchos de los más notables poemas de E. Dickinson, se pueden considerar elegías fúnebres. Su soledad en esencia es su grandeza y su obra de casi una difusión clandestina (sólo publicó siete poemas de una obra que sobrepasaba los mil), qué ironía, terminaron definiendo su fama.
Más allá de explorar en asuntos biográficos de la autora, que da para tejer varios libros, la crítica moderna hace énfasis en los aspectos literarios en sí de la obra, y uno de ellos en el místico. Se percibe en mucho de ellos, una ascensión, un encuentro, unas veces postergado, otros frustrados; pero reconciliados en el deseo, en la memoria de los que hemos amado. Para ello, la autora va creando una simbología muy particular, "un vocabulario para definir el cambio y la ascensión" (Porter). El estado místico es un trance de la muerte para el mundo, en uno de resurrección para Dios. E. Dickinson era una ser convencido de la inmortalidad, y lo logró como un poema como el que transcribo:
Si no estuviera viva
Cuando los petirrojos lleguen
Dadle a aquel de corbata roja
Una migaja de mi memoria
Si no pudiera agradeceros,
Por estar profundamente dormida
Sabréis que estoy intentándolo
¡Con mi labio de granito!
Lo arquetípico evoca lo inexpresable a través de símbolos que evocan lo primigenio, la inicial comunión con Dios; lo paradisíaco que los románticos buscaron rescatar después de la caída, es decir de la conciencia que nos separa de lo mágico y eterno. La figura del petirrojo, la mariposa, la abeja, entre otros animales, tienen una significación sagrada en la voz de E. Dickinson, son como llaves para entrar a una experiencia inefable y única como la mística.
Cuando ella nos dice: "Tu eres el sol, la flor somos nosotros . \ Perdónanos si, cuando ya declinan los días, \ furtivamente a ti nos acercamos , con enamoramiento del ocaso que huye, \ de la paz, el vuelo y la amatista \ y de lo que la noche puede darnos", restituye toda la inocencia perdida y se aparta de lo temporal por voluntad implícita en el misterio. Es el triunfo de la imaginación poética sobre el río inerte, es decir sobre los convencionalismos que nos ata a lo estrictamente terrenal, o a lo puramente divino (de allí algunas pausas, o contradicciones en este arrebato místico de la autora) , y el verdadero alcance del mundo como metáfora de Dios.