Siempre estuve al margen, esperando una señal, una mirada, una sonrisa conspiratoria que me diera la seguridad de que podía avanzar sin riesgos a que todo acabase antes de empezar. Mientras eso sucedía, seguía escuchando los mismos discos de vinilos en el añoso tocadiscos de papá, al que había que darle dos golpecitos y gritarle barbaridades para que echara a andar. Y, sucumbido en las melodías de Presley — ¿Quién sino Elvis? No existía mejor cantante para comprender el dolor de lo que puede ser y nunca será—, me dormí con la esperanza abrazada al corazón.
Lo que será, será. No importa cuánto tiempo tarde en suceder, me decía a mí mismo, como un discurso de poca fe que me permitía seguir aferrado al sueño de que él algún día se fijaría en mí.
Cuando estaba inconsciente, a punto de entrar al mundo de los sueños, rezaba otros discursos: «Por favor, que sea para mí. No existe mejor persona. Es a él a quien deseo». Sonaba egoísta, es verdad. Pero, ¿qué se podía hacer? El corazón siempre termina por delatarnos.
Y, hoy en día, me sigo cuestionando si se puede amar a alguien que jamás será para ti.
La respuesta yace a la izquierda de nuestro pecho.