Miraba atentamente por la ventanilla de mi nave. Todo era oscuridad, una profunda oscuridad, solamente interrumpida por alguna criatura luminosa que procuraba satisfacer su curiosidad al visitarme.
La promesa de volver por mí me mantenía cuerdo. Pasaban los días y sentía que era el único ser del planeta.
No es fácil permanecer tranquilo sin desesperarse dentro de un tubo de pocos metros de diámetro. Lo peor era la comida, esa súper comida que venía en esas bolsas plateadas. Parecía una harina gruesa que al mezclarla con agua se volvía un potaje. Pero si la calentaba se convertía en una esponja insípida.
Me habían asegurado que contenía todos los nutrientes para sostener la vida. Entendí entonces que el sabor y la sazón no son nutrientes.
Los días pasan pero ya no tengo forma de saber cuándo es de día o cuando es de noche. A veces un frio intenso me arropa, otras, un calor sofocante. La radio no funciona, solo estática y ruido se oyen por los altavoces.
Miro las fotos de los demás compañeros caídos. Antes del accidente todos éramos muy unidos. Solíamos contar lo que haríamos al terminar este peligroso viaje. Ahora solo quedo yo, atrapado en este tubo, comiendo ésta súper comida para sobrevivir; esperando que sea cierto que me rescatarán pronto de este lugar; de esta fosa oscura en lo más profundo del océano.