Era una hermosa tarde en Ciudad Bolívar; calurosa y húmeda, pero hermosa al fin. Los tenues rayos del astro rey chocaban con el majestuoso caudal del río Orinoco mientras el viento movía la extensa vegetación. Sus calles aún recordaban el fusilamiento del General Piar y el nacimiento de aquella utopía llamada Colombia la Grande. Un muchacho, de unos 20 años de edad, corría con emoción en dirección a una de las playas del gran río. desde el ventanal de una gran casa colonial, una mujer le gritaba
—¡Sebastian! Muchacho del carrizo, no se vaya a meter a estas horas en el río. —Dijo.
—Tranquila mamá, que ahorita vuelvo. —Respondió el muchacho.
Al llegar a la orilla, se subió en una roca sobresaliente y se lanzó un chapuzón de los buenos. Pasaron los segundos, los minutos, las horas y aquel joven no salía. Algunos hombres de la ciudad buscaban el cuerpo del joven mientras las ancianas intentaban consolar a la sufrida madre. Las antorchas iluminaban las orillas y algunas barcazas buscaban, con nulas esperanzas de encontrar al muchacho con vida. Corría el año de 1879...
Corría la década de los 50 y Venezuela vivía una época de abundancia y desarrollo, pero también de mano dura. El gobierno del Coronel Marcos Pérez Jiménez construía grandes edificaciones y modernizaba la nación, al tiempo que perseguía a todo aquel con ideas comunistas. Ciudad Bolívar empezaba a crecer producto de las inversiones en la zona; en Ciudad Guayana se construyen las empresas básicas y algunas corporaciones extranjeras realizaban estudios a lo largo de la cuenca del Orinoco. La razón: hay motivos científicos para pensar que en su subsuelo descansan las mayores reservas petrolíferas del planeta. La antigua Angostura tenía un exponencial crecimiento económico y demográfico; la luz y los automóviles llegaban a sus calles mientras las radios transmitían los avances informativos por la emisora nacional "Radio Chapellín" y las canciones de Alfredo Sadel y Billo´s Caracas Boys alegraban las tardes de los angostureños.
Cristina, una moza de 20 años de edad, de buena silueta y bello rostro, iba con sus amigas a tomar un baño en el río por el sector al que todos conocían como Perro Seco. Jugueteaban como ninfas de un bosque, lanzándose agua entre risas y gritos. De repente, caminando por la orilla, vieron a un hombre rubio, vestido de paltó a la medida y con porte marcial. Este se quedó mirando fijamente a Cristina, enamorándola en un mágico ambiente idílico. Ella se acercó a la costa entre las risas de sus amigas, situándose en frente del joven caballero.
—Buenas tardes señorita. No sé que puede ser más encantador: si el bello paisaje o su mirar. —Dijo mientras Cristina era hipnotizada por aquel forastero. Las amigas formaron circulo alrededor de ellos, mientras el caballero se inclinaba levemente saludándolas. Todas lo veían con admiración y lujuria, pero entendiendo que ese hombre era de Cristina, decidieron retirarse. Una vez solos, el muchacho invitó a cristina a la piedra, para poder sentarse y conversar. Una vez en el sitio, y frente a un hermoso atardecer, Cristina decidió romper el silencio.
—¿De dónde es usted?
—Soy de aquí, de Ciudad Bolívar, y siempre vengo a esta piedra a reflexionar sobre mis desventuras pasadas. —Respondió. —Me llamo Sebastian. —Agregó. Cristina sintió un viento helado, raro en una ciudad tan calurosa como Ciudad Bolívar.
—¿Acaso usted está huyendo de la Seguridad Nacional? Por que un hombre tan buenmozo y bien vestido como usted, y que venga a reflexionar a este lado del río, es que seguro le anda corriendo a la gente de Don Pedro Estrada. —Dijo quisquillosa Cristina.
—No, vengo a intentar pedir perdón a mi madre, pues hace más de 70 años la desobedecí lanzándome de esta piedra, y desde ese día nunca más la volví a ver, ahora vago por estos caudales. —Agregó. En ese momento Sebastian empezó a crecer, y a medida que aumentaba su tamaño el rostro se le cubría de pelos, sus ropajes se rasgaron dejando ver a un animal, similar a un hombre lobo, pero más «Pelúo», tanto, que su rostro se vio cubierto por completo. Cristina pegaba gritos desesperada, mientras «El Pelúo» profería palabras en un idioma extraño, con rabia y resentimiento, como el de aquella alma en pena que no puede descansar. Agarró a la pobre Cristina y se lanzó con ella al río. Y es que él quiere pedirle perdón a su madre, solo a ella, a las demás mujeres las seduce y las secuestra, para llevarlas a su lecho: las desconocidas profundidades del indomable Orinoco.
El "Pelùo". Mitos y leyendas de Venezuela
Juan Carlos Díaz Quilen
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Nota: Este relato obedece a libre imaginación del autor, respetando las distintas versiones de esta leyenda.