Cabo de Trafalgar; 21 de octubre de 1805
La vanguardia franco-española guiada por el Príncipe de Asturias se dirigieron a toda vela en apoyo de su centro, mientras el Santísima Trinidad se batía en un duelo a muerte contra 6 navíos ingleses, aquel monstruoso «Escorial de los mares» se negaba a morir. Poco a poco los tripulantes del San Juan Nepomuceno veían cómo se acercaban al origen de aquellas lejanas explosiones. El cielo se tornaba gris anunciando la proximidad de una poderosa tormenta mientras millares de explosiones iluminaban aquel dantesco panorama. El Contramaestre José Prudencio Padilla, un joven mulato originario de Riohacha, en el virreinato de la Nueva Granada, veía anonadado aquel espantoso escenario. Jamás pensó que pudiera estar en tan titánica batalla.
La campana llamó la atención de la tripulación del San Juan, frente a ella, en el puente, se encontraba el Capitán Don Cosme Churruca con el capellán de la nave, quien dio una oración ante el silencio de los presentes, solo el sonido de los cañones acercándose intentaba interrumpir las plegarias. Terminada la oración, el Capitán Churruca desenvainó su sable, lo alzó y dirigió unas férreas palabras a su tripulación.
—¡Tripulantes, hombres del San Juan Nepomuceno, aquí y ahora os batiréis en batalla, para eso estáis entrenados! —Todos los tripulantes se mantenían inertes ante las palabras de su Capitán. —¡Hoy nadie se rinde! Nuestro San Juan, o triunfa o se hunde, quien yo vea levantar rendición, ¡le mandaré a pasar por las armas! ¡Maldito, maldito aquel que fuera de mi vista se rinda yo muerto ya, pues que os persiga la desgracia y el remordimiento hasta el final de sus días! ¡A la guerra! —Gritó eufórico mientras toda su tripulación lanzaba hurras y vivas. José Prudencio jamás había sentido tanta valentía y coraje como en aquella ocasión. Había sido designado al segundo puente en apoyo a las baterías 34 y 35.
La tripulación se hallaba lista en sus puestos, los oficiales en sus posiciones y Churruca gobernaba con su mirada toda la nave, erguido y orgulloso. Padilla se encontraba en su posición un piso más abajo, aguardando el momento del ataque. Muchos de los hombres a su lado rezaban, sus rostros dibujaban un miedo nunca descrito, pero también un coraje guerrero, sentían que mientras el Capitán respirase, el San Juan seguiría a flote.
—Dirigid la proa 30° a estribor, preparad los cañones, iremos en apoyo del Berwick. —Gritaba el Capitán desde aquel puente. El viento les regalaba la velocidad que necesitaba.
—¡Mi Señor! ¡Aquella nave, se nos viene encima! —Gritó el segundo piloto mientras Churruca extendía el monóculo. Por el lente, pudo observar el navío ingles que le perseguía, era el Belleisle, para su sorpresa, por su izquierda también venía otro; el Colossus.
—¡Teniente Moyúa, preparad los cañones! —Ordenó.
Ambas naves se aproximaron al San Juan Nepomuceno, lo que no imaginaron, era que Churruca les esperaba. Los ingleses no contaban con ciertas modificaciones que el Capitán había hecho a la nave; revestimientos de plomo, refuerzo de los trinquetes y cartuchos dobles de pólvora, además, que sus artilleros tenían un récord en recarga, lo que disminuía considerablemente la cadencia de tiro. Ambas naves inglesas se posicionaron a los laterales del San Juan. Un silencio sepulcral invadió los puentes y las cubiertas, los hombres en los cañones podían ver a sus contrarios en las otras embarcaciones. José Prudencio solo pensó en sus hermanos y su padre, los veía de nuevo despedirse en la lejanía. Un grito le sacó de sus pensamientos.
—¡Fuego! —Gritó el oficial de artillería. Una andanada destrozaba a los enemigos, de repente, José Prudencio sintió varias astillas calientes en el rostro, los contrarios disparaban haciendo daños al San Juan. Recargaban una y otra vez los cañones y volvían a disparar. El San Juan tenía ventaja de disparo por lo que los enemigos recortaron velas disminuyendo su velocidad. En el puente, Churruca veía la acción con la serenidad de una roca ante una tempestad. Solo se limitó a limpiarse unas astillas que habían caído en la manga de su guerrera.
—¡Les ahuyentamos! —Gritó el segundo oficial mientras las hurras se escuchaban por doquier, rápidamente, toda la tripulación empezó a cumplir con su trabajo y a reparar los daños.
Padilla sentía un frenesí difícil de explicar, aquel había sido su bautizo de fuego. Auxilió a un artillero español de nombre Joaquín Solorzano, quien gritaba de dolor producto de una astilla en el muslo izquierdo. Rápidamente, ordenó a dos ayudantes de cámara llevarlo al cirujano y, como era su responsabilidad, ocupó su puesto en el cañón, en la plaza número 35.
—Rápido, recarguen los cañones, todos listos. —Ordenaba el Contramaestre Padilla mientras todos obedecían. Un joven subalterno, de apellido Echeverría, le ayudaba trayendo los cartuchos de pólvora del antepañol. Entretanto Churruca había dado la orden de ir en apoyo al San Idelfonso, pues servía de escudo de protección ante los fulminantes ataques de los ingleses en su afán de hundir al Príncipe de Asturias. El segundo oficial Moyúa llegó al puente reportando las novedades.
—¡Su Excelencia! Los daños son menores, hemos prevalecido. —Dijo. Churruca miraba fijamente los distintos puntos donde sucedían explosiones, en su rostro se notaba cierta nostalgia, y su segundo comprendía muy bien aquella afección.
—Teniente, ¿ya os habéis dado cuenta? Villenueve es un pobre incompetente, nos ha sepultado en este mar. Solo nos quedan dos opciones: O cubrimos la retirada de los demás navíos, o huimos como ratas a Cádiz. ¿Qué pensáis de ello? ¿Qué haría usted? —Preguntó Churruca. Moyúa veía aquel horizonte de fuego y humo, el cielo se había nublado, soltó una sonrisa y respondió:
—Pues Su Excelencia, yo me quedaría hasta el final y me llevaría a tantos malditos ingleses como pueda. —Respondió. Churruca le vio sonriente, debían tomar una decisión, o eran ellos o era el resto de la flota.
—Pues aquí moriremos teniente. ¡Reunid a la tripulación! —Ordenó. Ya reunidos todos, el Capitán lanzó una última proclama ante tripulantes sucios y con heridas producto del anterior combate.
—¡Marinos del San Juan! Habéis repelido el ataque de dos naves más poderosa en fuego que la vuestra, pero aquí os tengo una desagradable noticia: si queréis que vuestros hermanos en otras naves lleguéis a salvo a Cádiz, debéis saber que debemos sacrificarnos. —La tripulación no se inmuto en quejido alguno, sus ojos emulaban a leones hambrientos. Churruca, al ver esta actitud, concluyó con su sable en alto y la moral a millón:
—¡Ved aquel infierno en la cercanía, escuchad el sonido de los cañones que os darán muerte, responded marinos míos, responded con fuego, hoy caeremos en combate, pero os aseguro que el San Juan Nepomuceno navegará por siempre en las glorias de nuestra historia! ¡A sus posiciones! ¡Clavad la bandera! —Gritó el Capitán mientras la euforia y la moral invadían las existencias de aquellos marinos, incluyendo la de aquellos que fueron reclutados a la fuerza; canallas, ladrones y vagos convertidos en héroes, era su oportunidad de alcanzar la inmortalidad. José Prudencio sentía una fuerza incontrolable, veía su muerte próxima, pero sentía el orgullo de saber que en Riohacha los Padillas quedarían para la historia: ¡Un valiente Padilla murió heroicamente en el infierno de Trafalgar!
Continuará...
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