El pueblo donde nadie podía morir.

in historia •  4 years ago 

Mi trabajo como periodista requiere que viaje constantemente. Una parte de ese trabajo consiste en publicar una columna con mitos y leyendas de pueblos pequeños. No se trata de una labor objetiva en el mundo del periodismo, pero lo disfruto mucho. O al menos así era hasta que me topé con un pueblo llamado Madero Argento. Como versaba el mito, a nadie se le permitía morir en este sitio.

Lo hice mucho antes de que existiera Google Maps. Para llegar al pueblo tuve que confiar en las instrucciones que me proporcionó la fuente. Algo dentro de mí me decía que se trataba de una broma, pero la columna en el periódico trataba precisamente de esto: comprobar o refutar la información.

Preparé todo para el viaje, y tras varias horas conduciendo me encontré en un camino oculto, sucio y sin mantenimiento. Tras más de tres horas avanzando por esta ruta encontré un viejo letrero de madera, la primera señal de civilización.

“Madero Argento. Retorne ahora”, se leía.

A la distancia, observé lo que parecía una antigua comunidad de labranza. Era un pueblo pequeño con escasas construcciones que lucían deterioradas, así como tractores y camiones completamente oxidados y abandonados.

A simple vista parecía un pueblo fantasma. Estacioné el carro a orilla de carretera y me dispuse a declarar el mito una auténtica estafa. Sin embargo, escuché que alguien me hablaba.

“¿Por qué has venido?”, espetó una voz débil.

Inmediatamente busqué el origen de la voz. Era un anciano de apariencia frágil que se apoyaba sobre un bastón. Estaba completamente calvo y no tenía un solo diente en la boca.

“¿Quién eres?”, le pregunté.

En medio de una situación ligeramente incómoda, decidí presentarme.

“¿Por qué estás aquí?”, respondió.

Le mencioné que era un cazador de mitos y leyendas, y llegué hasta ese lugar gracias a las indicaciones proporcionadas por una fuente anónima.

El hombre lanzó un suspiro. “La ignorancia es una bendición, pero ya que has venido… tendrás aquello que viniste a buscar”.

En ese momento me percaté de que el anciano tenía la pierna rota. La arrastraba mientras cojeaba con mucha dificultad. Pero lo más extraño era su piel, cubierta por arañazos que parecían recientes.

“¿Estás bien?”, le pregunté con cierto nerviosismo. Simplemente ignoró la pregunta e hizo gestos para que lo siguiera.

“¿Vives solo en este sitio?”

“No, hay otras personas”.

En el suelo observé un pájaro con el torso desgarrado y los órganos expuestos. Aparentemente lo mató un gato o perro. Sin embargo, aquel animal intentó moverse a pesar de sus graves heridas.

“El pájaro está… está…”, intenté decirle.

El anciano observó al animal con desdén.

“Aquí está prohibido morir. No se permite que nada muera”, respondió.

Lo seguí hasta el interior de una casa antigua. Tan pronto como atravesé el marco de la puerta principal, un hedor a carne podrida asaltó mis fosas nasales.

Una docena de personas, con diversos tipos de mutilación, estaban esparcidas en la sala. Sin embargo, seguían respirando. Vivían con heridas que habrían matado a cualquier ser humano.

Se demostró la veracidad del mito, aunque yo no podía creerlo.

“¡Debemos solicitar ayuda!”, dije mientras observaba a un hombre cuyos huesos de la mano sostenían unos cuantos colgajos de piel.

“Eso sólo empeoraría la situación”, respondió el anciano.

Saqué el teléfono completamente dispuesto a llamar a emergencias. Sin embargo, en aquel remoto lugar no tenía una sola barra de señal para solicitar ayuda.

“Siéntate, vamos a platicar”.

Completamente avasallado por lo que veía, no logré encontrar las palabras para formular un argumento coherente.

“Has venido para conocer la historia de Madero Argento, y te la voy a contar”, dijo el anciano.

Me senté y observé a todas aquellas personas sufriendo en ese lugar. La mayoría tenía heridas tan terribles que ni siquiera les permitían hablar, y se limitaban a emitir gemidos de agonía en el lugar donde estaban sentados. Cada herida parecía reciente, como si se las hubieran hecho ese mismo día.

“Desde la fundación de este pueblo en 1911, nos desempeñamos como una típica comunidad agrícola. Un pueblo pequeño que no es de mucho interés para los visitantes. La mayoría nacimos y crecimos en este lugar, por lo que esas extrañas ocasiones en que alguien nos visitaba se armaba un revuelo. Era motivo de celebración”.

El hombre se detuvo un instante para observar su pierna rota.

“Entonces, en 1956 un hombre llegó a Madero Argento. A bordo de un auto de lujo y vestido con finas prendas, contrastaba demasiado con el modesto estilo de nuestro pueblo. Dijo que no venía a hacer negocios y mucho menos establecerse en la región. Simplemente quería vivir un año en nuestra comunidad. Además, prometió que cuando su visita terminara nos obsequiaría algo que jamás olvidaremos”.

Apenas terminó de hablar el anciano, escuché unos débiles gritos provenientes del exterior. Eran terriblemente roncos y transmitían una sensación indescriptible de agonía.

“Jamás dijo mucho. Se limitó a observarnos mientras continuábamos con nuestra rutina diaria, y siempre estaba dispuesto a ayudar. Se mostró como una persona educada y servicial, por lo que en el transcurso de un mes ya lo considerábamos parte de la comunidad. Pero, siempre vestía aquel maldito traje que parecía ajeno a los elementos externos. Con lluvia o bajo un terrible calor, el hombre se mostraba tranquilo y lucía impecable”.

hombre elegante caminando
Los gritos afuera se intensificaron. En medio de aquel suplicio distinguí algunos ruegos de piedad.

“Después, cuando terminó su año en Madero Argento nos hizo una pregunta muy simple”.

“¿Qué pregunta?”, le dije.

“¿Quieren vivir para siempre?”.

Se detuvo un instante y volvió a suspirar. Los gritos del fondo parecían intentar llamar mi atención, como si supieran que estaba allí.

“En un primer momento nos reímos de la propuesta. Aunque la muerte no era nuestra enemiga, tampoco la queríamos cerca. Tras un extenso debate, el pueblo decidió llevar la respuesta a votación. Ya puedes ver lo que elegimos”.

Me aproximé a la ventana intentando averiguar el origen de los gritos. Quería salir corriendo de ese lugar, pero algo en mi interior me lo impedía. Sentía una profunda lástima por la gente de Madero Argento, y realmente pretendía ayudarlos.

“¿Entonces, vivirás para siempre?”.

El anciano asintió. “Prometió que nuestros cuerpos se mantendrían siempre jóvenes. Desgraciadamente, cuando el paso del tiempo dejó de afectarnos perdimos la capacidad de sentir sed, hambre y la necesidad de dormir. Somos inmunes a las heridas, enfermedades o destrucción. Pero no podemos sanar. Cada una de las lesiones que sufrimos, sin importar lo pequeña o grave que sea, se quedará con nosotros hasta el fin de los tiempos. Esa es nuestra maldición”.

“¿Qué sucede con la gente que grita?”, le pregunté.

Suspiró nuevamente. “Vienen del granero. Ahí es donde mantenemos a las personas que quieren salir”.

“¿Salir? ¿A dónde?”.

“Algunos creyeron que podían escapar a la maldición. Destruyeron sus propios corazones y otros se aplastaron la cabeza. Estaban equivocados. No pueden morir, no se les permite hacerlo”.

fotografia a orillas de una lago
“¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? ¿Existe alguna forma de detener esto?”, pregunté.

Soltó una carcajada. No fue una risa alegre, sino de malicia.

“¿Detener? ¡No buscamos que se detenga!”, dijo. “Hace diez años, el mismo hombre que nos maldijo regresó al pueblo. No envejeció un solo día, y todavía mostraba aquella sonrisa alegre al saludar. Nos ofreció la muerte, liberar nuestras almas y salvarnos de esta terrible vida”.

“¿Por qué no aceptaron?”.

Se detuvo y la sonrisa se esfumó de su rostro.

“Porque nos contó lo que sucede después de la muerte. Y te puedo asegurar que es un destino mucho más terrible al que estamos condenados”.

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