Luego del hermoso noviazgo al que nos habíamos aventurado y que habíamos iniciado en el Instituto Universitario de la Frontera (IUFRONT) de la ciudad de Mérida, Venezuela, decidimos proseguir con nuestro mayor y exclusivo evento. Con la imagen que se crea en tu mente al momento de querer fundar una buena familia (hermosa mujer que es tu mejor amiga y tantos chiquillos ocupando cuartos en los castillos que habitan en tu cabeza), y sin tener una estabilidad emocional y económica bien plantada al momento de vivir juntos, luego de tres años de idílicos y poéticos encuentros con mi chica, Liz accede a estar conmigo, a vivir a mi lado, a comer de mí mismo plato.
Y casándonos atropelladamente por civil para que nadie dijese que las cosas no se hicieron bien, vivimos un tiempito en uno de los cuartos del pequeño y alquilado apartamento de mis padres. Ahí Lisbeth, ahora mi esposa, seguiría durmiendo en su chica y propia cama individual al lado de mi persona. En las noches donde los gélidos vientos que bajaban de los picos enfriaban a las montañas merideñas y su ciudad con sus congelantes corrientes, nos arrejuntábamos en una sola cama individual para buscar el calorcito de nuestros desnudos cuerpos, entrecruzando nuestras piernas con piernas y brazos con brazos, naciéndonos la necesidad de hacer algo más que unas simples travesuras de noviazgo entre esas deliciosas sábanas. Luego, meses después, saborearíamos a la gran cama matrimonial de hierro forjado, silenciosa y duradera como ninguna, que todavía con el paso del tiempo sigue aguantando nuestros cuerpos y sus tormentas pasionales, como un expectante y silencioso lecho que resguarda con picardía historias de siglos pasados.
En ese pequeño cuarto nos conocimos a fondo, y supe por fin quién era mi esposa, qué delicada es y qué única, sin copia alguna; y como el principito de Antoine de Saint- Exupéry me dediqué a cuidarla como a una hermosa y exótica flor. Un excelente actor chino dijo una vez que las mujeres no son tan diferentes a las flores; todas son delicadas, sublimes e insuperables como ninguna. Entonces, no me dediqué a hacer un jardín, sólo quise cuidar una flor. Y todavía la cuido.
Luego, después de las fiestas, de conocernos mejor, de aguantarnos como familia, nos toca partir de casa de mis padres. Buscábamos nuestra propia estabilidad sin querer tropezarnos con la consistencia de los demás. Y nos vimos envueltos en el difícil mundo de los adultos, que me engullía sino tenía preparación alguna y me vomitaba con sueldos malos y humillantes tratos. Pudimos ver luz cuando la suegrita nos confía ese pequeño apartamentico donde comenzamos entonces una aventura que se fue intensificando, mientras los años fueron pasando. Y no fueron sucesos del acontecer diario como buscar trabajo en cualquier restaurancito o cafés o cines o televisoras que no pagaban lo que nos marcaba el día a día. Tampoco eran las cosechas de las ilusiones que recogeríamos después de una muy buena y posible realidad. Estudiar Criminología era la meta de mi hermosa esposa, y yo, conseguir un buen trabajo y escribir mis grotescos cuentos, aunque ya me cansaba de la eterna competencia del siempre botado empleado. Quería saltar al otro lado.
Así que nos volvimos dueños del primer negocito que tuvimos, PREMIERE video club, alquiler y venta de películas en formato vhs. Las amigas de facultad donde mi esposa estudiaba llegaban a hacer compañía, a estudiar, a disfrutar de nuestro primer y pequeño esfuerzo en un mini centro comercial en pleno centro de la ciudad merideña. Trabajaba todo el día dentro del minúsculo local y a las 6 de la tarde debía estar en el Multicinema Viaducto, afanado como utility en tan diverso encargo. Luego salía de este trabajo de medio turno, a eso de las 11 y 30 de la noche, atravesaba el peligroso y solitario viaducto e ingresaba al centro comercial donde se encontraba nuestro negocito, ya que Ricardo Rodríguez, el alocado dueño, doctor, músico y locutor, no conseguía alguien que le cuidase su minicentro comercial. Y entre risas y bromas descontábamos los meses de alquiler que le debíamos con mi duro trabajo de llegar a dormir, extremadamente cansado, a su silencioso tugurio.
Y entre tantas cosas que tratábamos de hacer, buscábamos con mucha ilusión al hijo soñado, a la hija que llevásemos a la escuela bien agarradita de la mano, a los mellizos que había que comprar ropa por igual sólo para confundir a los demás, al enviado especial de Dios. Combinábamos nombres saliendo muchos de corte original y otros horribles, sólo para reír. Y mientras terminábamos de recordar los motes de la escuela entre nuestras sonrisas, los niños no llegaban en ningún retraso ni avisaban querer aparecer. Y la tristeza molestaba un poco, hasta que llegó Kim…
Y ahí comenzó, para nosotros, otra magnífica y excelente aventura que para mañana les relataré...
Saludos... Pp.