Purpurina le llamaban por su tomuza dorada, fue hija de blancos. Desde más abajo, venía al centro de la ciudad a pedir los retazos de tela perfumadas. Las señoras la hacían esperar para obsequiarle banderines de colores, entonces ella se acercaba al jardín central para tomar de la jaula de los loros, semillas de girasoles. En su caminar por las riberas del río, algunas tocaban suelo fértil. Y cuando el beso del cielo rozaba sobre los rojizos sienas, cada tanto la sonora lluvia presenciaba el nacimiento de una quimera de áureos girasoles.

Bajo la fronda canora del Paseo Ayacucho, en las horas más tibias del Manzanares, se le solía ver intimar silenciosa con el último de los caballeros, El Mariscal de Giovanni Turini, escultor de Verona. Colocaba su tesoro sobre uno de los escalones del monumento y le murmuraba historias a su niña de su mundo, el de antes, mientras la complacía con unos botines de fieltro, una flor de cretona y un peinado trenzado de tiras.

Purpurina caminó en dirección al sol naranja, al verlo por las ensenadas de San Luis, cayó rendida bajo el tinglado de un tren de pesca, frente al golfo. Allí recibió junto a un viejo alcatraz su última cena de las manos de un pescador. Fue el último Domingo de Ramos para Purpurina, el calor de la cuaresma como una piña hizo su entrada vigorosa a la par de los alisios. La muñeca estrenaba una falta para joropear, sonrisa de cretona roja, grandes ojos de puntadas apretadas, pestañas de girasol. Con un abrazo tibio de madre recostó a la niña dentro de la cóncava luna.

Hermosa aurora de luz rasante, dejaba ver las corolas de los girasoles llenas de semillas. Purpurina ingrávida desde el horizonte, siente como vuela junto a los abejorros y loros, sumándosele abejas, saltamontes, azulejos y pejes voladores.

El primero, dibujé con lápiz grafito. El segundo, comencé a colorear con lápices Faber Castell. Tercero, a la ilustración concluida, la abrí en el programa Adobe Photoshop CS para digitalizarle y lograr darle un mejor acabado al fondo.