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En aquellos momentos sentí unas ganas irresistibles de formarle su zaperoco a Gumersindo; me asaltó la tentación de irlo a buscar y caerlo a cachetadas por andar de indiscreto, metiéndose donde no le importa; pero menos mal que después me puse a pensar que quizás el pobre hombre, en verdad, no había hecho nada y que por otro lado, viéndolo bien, con su actitud solo sacó a relucir, sin querer, la cobardía y puede ser que hasta las malas intenciones de ese estilizado caballero que finalmente resultó ser un desquiciado.

Ya teníamos tres días sentándonos en ese jardín en el que conversábamos, reíamos y pedíamos comida en el restaurant que está allí; me caía muy bien Gerardo Arciniegas, tan bien que llegué a pensar que ahora sí se terminaría mi interminable soltería. Me sentía dichosa por demás, sobre todo cuando me daba cuenta de que el miedo de llegar hasta el final de mi vida sin marido, vieja y amargada como la tía Rosaura, ya se había ido ausentando de mis preocupaciones. Era muy educado y provocaba escucharlo eternamente cuando hablaba de sus viajes por esos países con nombres rarísimos, donde podían encontrase unas maravillas que jamás podríamos ver por estos lares, pero jamás de los jamases, según sus halagadoras palabras, logró mirar una mujer tan bella como yo.

Todo cuanto había vivido por esos mundos, me decía, las extraordinarias experiencias, las apasionantes emociones del sinfín de peligros que enfrentó, los cambiaba de buena gana solo por esos ratos, por esas intensas tardes que habíamos pasado juntos. Yo sonreía agradecida de que alguien como Gerardo hubiera llegado a mi vida en esos tiempos en que ya me estaba resignando a quedarme sin la compañía de un hombre que me quisiera, y pensaba con irrefrenable ilusión que esas aventuras debía revivirlas conmigo, nosotros dos como locos desafiando cualquier eventualidad que se nos pusiese en frente.

Fue en nuestra tercera tarde en aquellos paradisíacos jardines que Gumersindo se detuvo a mirarnos con inquietante curiosidad. Para mí no era extraño, ya que nunca perdía la ocasión de observarme cuando pensaba que yo no lo estaba viendo y, en cuanto yo levantaba la vista, su proverbial timidez lo hacía desviar sus ojos hacia cualquier parte. Gerardo, en cambio, se sintió en seguida turbado por la presencia de aquel hombre. Su seguridad desapareció para darle paso a un nerviosismo insostenible, que lo dejó sin ganas de hablar. "Ese es un señor muy apacible que trabaja en la botica", le dije para que se calmara, pero se levantó, con evidentes muestras de azoramiento, para decirme que se marchaba para siempre. Y se fue…

Yo quedé estupefacta, sin aliento en mi silla y con ganas de gritarle a Gumersindo por qué estaba allí parado, mirando lo que no le incumbe, sin embargo, no lo hice y él también se marchó a los pocos minutos. Al otro día fui a buscarlo a la botica solo para preguntarle si se había dado cuenta de lo que ocurrió por su indiscreción. Y aquí me quedé, viviendo con Gumersindo hasta que la muerte nos separe.

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_{Invito al amigo @sur-riti a participar en esta edición de Arte y escritura.}