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Yo estudiaba quinto grado, tenía unos diez años de edad y cada día, después de regresar de la escuela, debía sentarme a realizar las tareas del día siguiente porque, si no lo hacía, por nada del mundo mi mamá me permitiría salir a jugar para la calle. Fue cuando me encontraba ante la pequeña mesita que fungía de escritorio realizando unos ejercicios de matemáticas, que mi santa madre se dio cuenta de que a cada rato me rascaba la cabeza. De repente sentí sobre mí su mirada escrutadora hasta que caminó hacia donde yo me encontraba con un desproporcionado interés.

Me asusté mucho porque ignoraba qué estaba sucediendo y porque, en aquellos tiempos, no había que portarse muy mal para recibir un sonoro cocotazo, por cualquier nimiedad había su respectivo castigo. Sin embargo, mi atenta progenitora lo único que dijo fue: "Déjame ver, muchacho, tú como que tienes piojos". A continuación, comenzó a revisarme la cabeza y exclamó con una hiperbólica emoción: "Sí, estás minado de esos bichos, eso fue en la escuela que te los pegaron, hay que sacártelos de inmediato". Esa fue la última vez que tuve piojos.

Para valorar en su justa dimensión la importancia de este hecho, es necesario tomar en cuenta que en aquellos tiempos a los que me refiero en mi pueblo, Mucoelrío, no había llegado la televisión; ninguna señal de los escasos canales que existían en esos años en nuestro país podía captarse en aquel sitio, debido a que, según los expertos, tenía muchos cerros alrededor que lo impedían. Las pobres mujeres, entonces, que se la pasaban todo el día dentro de la casa haciendo oficios, casi no contaban con ningún medio de distracción.

La radio solo ofrecía sus llorones dramas en las mañanas; en las noches, mientras llegaba la hora de dormir, se ponían a jugar barajas, dominó o lotería, pero en ese lapso de las tres a la cinco y media de la tarde, no había prácticamente nada que hacer. Por eso, cuando algún pequeño tenía piojos, para ellas representaba una gran satisfacción porque se distraían mientras lo sentaban, sin que el agraviado pudiese protestar, y se dedicaban a escarbarle la cabeza. Era una actividad tan relajante y entretenida para estas señoras que, para que todo el tiempo hubiese un carajito con piojos, los que le sacaban a uno se los ponían a cualquier otro disimuladamente en el pelo.

Esa última vez que yo tuve piojos, por una inexplicable razón, hacía ya mucho tiempo que a ningún muchacho le habían proliferado en la cabeza esos diminutos animalitos. Por lo tanto, fue un evento providencial, ya que volverían las amenas actividades a las horas muertas de la tarde, además, esta vez se asegurarían de repartirlos bien para que nunca faltase a quien escarbarle la cabeza. Hasta el día de hoy, por tal razón, cada vez que me acuerdo de eso, me siento orgulloso de haber sido el agente que propició la continuación de esa arraigada tradición… Eso sí, más nunca me les puse cerca cuando ellas tenían a un carajito entre manos.

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Invito a los amigos: @norat23, @napito y @liasteem al concurso La última vez que, moderado por @mayberling .