Ella cree que no la comprendo. Su mirada ya no refleja amor, o quizás sí, pero encuentro en sus ojos más cansancio y desesperación que el amor que hallaba antes, mucho antes, cuando aún podía valerme por mí misma.

Mi condición apareció súbitamente. Un día estaba bien, jugando con otros niños, asistiendo a la escuela, haciendo algunas tareas en casa y, al siguiente, tras un inexplicable malestar, mis manos dejaron de obedecer a mi cerebro y mis pies se hicieron torpes e inútiles y mi lengua se adormeció y no quiso pronunciar más palabras.

Mis ojos, en cambio, dejaban brotar no pocas lágrimas cada vez que intentaba decir algo, hacer algo, y mis miembros no respondían. Ahora ni siquiera siento brotar mis lágrimas. Creo que tampoco ellas obedecen mi voluntad ni responden ante mi dolor.

Mi madre se ha encerrado conmigo en casa. Ya no recibe visitas; ya no se asoma a la calle. Me cuida todo el día y yo la miro desde esta butaca a donde me trae con gran esfuerzo y me ayuda a sentarme. Desde aquí la miro hacer labores de tejido y bordado. Quiero decirle lo lindos que son sus trabajos, pero las frases hermosas que se construyen en mi cerebro no alcanzan a llegar a mi lengua. Solo unos sonidos ininteligibles brotan de mi boca y ella los oye y hace una mueca que quizás es una sonrisa.

Yo dejé de hablar por incapacidad; mi madre, por elección. Ya no oigo su voz, ese sonido que tanto me agradaba, me aliviaba, me calmaba. Yo dejé de mirarla por la imposibilidad que me condena; ella, no sé si me mira. Cuando mis ojos tropiezan con su rostro gracias a uno de los giros involuntarios de mi cabeza, encuentro la agonía de no saber qué hacer, cómo atender a esta masa cada vez más pesada que debe asear, vestir y alimentar.

Mi voluntad es inexistente. Su felicidad está extinta.