La visita al médico y las consecuentes evaluaciones, exámenes y tratamientos que también me incluían a mí fueron el principio de un largo y doloroso tránsito hacia la pérdida absoluta de la felicidad. Hasta ese momento, no creí que buscar un vástago significase perder la capacidad de sonreír y hasta de amar. Rosaura me lo enseñó.

Para desgracia mía, el diagnóstico definitivo llegó y supimos que la razón de la infelicidad de mi esposa estaba en sí misma y en la existencia de un útero infantil que le impediría gestar algún bebé.

Una vez en casa pude hablar pues hasta ese momento había guardado silencio.

—Distrae tu mente haciendo actividades agradables.

Ella me miró como quien ha sido insultada de la peor manera.

—Puedes llenar el jardín de hermosas plantas. Crecerán y se multiplicarán y, a diferencia de los hijos, no se irán cuando sean mayores. —me atreví a completar pues estaba decidido a no quedarme callado.

A partir de ese momento, las visitas de las amigas y parientes fueron cada vez más distantes hasta que se extinguieron. Rosaura pasaba horas en el jardín sembrando, regando, abonando, trasplantando, limpiando, fumigando. Al cabo de un año, ya casi no había caminerías pues cada espacio en el suelo era ocupado con una planta que - supongo - compraba en algún momento o le obsequiaba alguna persona que sabía que mi esposa había decidido seguir mi consejo.

El jardín crecía en número y variedad de plantas. Todas hermosas. Rosaura se dedicaba a atenderlo con verdadera pasión. No así los demás espacios de la casa y, menos aún, nuestra ya inexistente relación.