La comida de mi tierra no tiene comparación, así dicen los venezolanos en estado de migración. Aunque cuando aquí vivían la disfrutaban a montón, por tenerla todo el tiempo no merecía atención. Pero basta que un día se embarquen en un avión, para que enseguida se activen los paladares en “peligro en extinción”. No estoy diciendo que la otra sea mala; para nada es mi intención, solo que el venezolano entra en una continua evocación; de los ritmos, las costumbres, de los modos y los gestos y, por supuesto, se incluye como parte del origen, a la comida en cuestión.

Y no sólo estoy hablando de la comida típica ¡no señor!, que incluye las empanadas, la arepas y, sin duda el pabellón; los bollitos pelones y un buen pastel de cazón; también hablo del perico, los tequeños y el tostón; el chivo en coco, los pastelitos andinos, las cachapas y el papelón con limón. Porque también por regiones existe diferenciación, lo que hace más fantástica la vida y la tradición. Por eso, en diciembre se escucha: a mí me gusta la hallaca andina, ¡Que va! yo prefiero la del centro, y hay otro que afirma que la oriental es mejor.

Hay considerar otras cosas ¡Por favor!, y me refiero al diablito, los platanitos, los bocadillos San Francisco, el Toddy, el Cheese Tris, la sopa Maggi, y el chocolate Savoy; también a la Frescolita, el Chinotto y hasta el ron, porque todo esto se mezcla en una buena versión, de sabores, recuerdos y tradición. Por eso, a un venezolano se le vuelca el corazón, cuando aunque lejos degusta de su tierra la sazón, ese recuerdo que tiene guardadito en un rincón... ¡Caramba! ¿Y eso que huele? Se quema el pan de jamón; así que los dejo amigos hasta la próxima ocasión.

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¡Nos vemos pronto!

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PD. También invito a @mafalda2018, vamos vamos a escribir