La belleza de una imagen pictórica está en poder apreciar sus rasgos más notables, por pequeños que puedan parecer a simple vista, sin que ellos en su individualidad interfieran, opaquen, o anulen a los otros. De aquí que las composiciones que más nos impactan ejerzan un influjo en nuestras percepciones y ni siquiera podemos decir en un primer momento lo que nos atrajo, lo que nos cautivó, lo que nos hizo pensar que una imagen en específico sería la seleccionada para, como en este caso, disertar un poco sobre ella.

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Al analizar a primera vista las tres propuestas de la pintura de Francesco Hayez que se nos ofrecen en esta actividad semanal número 23, puedo decir que la que me impresionó desde un comienzo fue Ruth, y voy a tratar de saber, ahora que elaboro esta nota, el por qué de esa atracción hacia este cuadro del pintor veneciano que nos ocupa.

Ruth es un cuadro de inspiración religiosa, basado en una narración bíblica que habla de la lealtad, la fidelidad y el trabajo, virtudes a través de las cuales se construye una narración con carácter ético, histórico y literario. A partir de esta premisa, vemos como figura principal a la moabita Ruth, joven hermosa, que Hayez sitúa en el centro del cuadro y de la que nos regala una imagen plena de belleza, armonía y sensualidad.

La figura de Ruth se nos presenta de pie, con gran parte del pecho desnudo y el resto del cuerpo cubierto con una túnica blanca de material ligero, a lo mejor de un algodón suave, que recae sobre uno de sus hombros, luego se ciñe a la cintura para deslizarse hacia el vientre y las piernas de la efigie femenina. Sobre esta túnica una pieza de material grueso, podríamos pensar que de lana marrón oscuro, termina de proteger el cuerpo de Ruth, además de servir de envoltorio para las espigas de cereal que guarda bajo uno de sus brazos.

De su rostro, enmarcado en un turbante alrededor de su cabeza, destacan sus grandes ojos de los que se escapa una mirada melancólica pero profunda, que busca asirse a algo que ve en la lejanía, con un dejo esperanzador, a la vez que de tristeza. Su fina boca, cerrada, sugiere una emoción contenida, un silencio inevitable.

Destacan de la imagen un brazo fuerte, adornado con un brillante brazalete de color cobrizo expuesto, así como sus bellos senos, en el centro del paisaje en el que la luz juega con los arbustos, con el cielo, con las nubes. Las grandes manos terminadas en largas y afiladas uñas se muestran de manera contundente en señal de querer dar algo o tal vez de recibirlo, al mismo tiempo. Ellas imprimen por su posición y expresividad un carácter de sensualidad a la escena pictórica.

Los colores que emplea el artista son casi todos de una misma tonalidad ocre, marrón, vinculados a la naturaleza, a la tierra, al cultivo, a lo orgánico. Experimentamos como espectadores la sensación de que los pigmentos se forman desde el cielo que se muestra entre azul y despejado, como invocando la esperanza, pero con manchas de nubes oscuras en señal de presagio. Los colores y sus tonalidades se van haciendo parte del paisaje en la medida en que descienden al terreno en el que crecen las plantas, viven los animales, se fecunda la vida.

Con esta obra Hayez nos reta a ver lo sublime, lo hermoso de un cuerpo en plena juventud, pero nos lleva a pensar también en lo que puede haber más allá de la sensualidad en la expresión corporal, de una mirada profunda, de unas manos fuertes pero deseosas, que sostienen las espigas del necesario alimento: un dejo implacable de melancolía, tristeza, o tal vez vacío, por aquello que se añora desde la barrera de la lejanía.