Mi marido falleció hace mes y medio. Él solía dar clases a los niños del vecindario en un anexo junto a nuestra casa. Yo, por mi parte, llevaba las cuentas de la casa y de la escuela. Ya nuestros hijos habían crecido y se habían mudado a otra parte por lo que no me sentía sobrecargada de tareas.

Cuando mi esposo cayó enfermo, cerramos la escuela con un hasta que Dios quiera. Varios días después del servicio fúnebre, decidí continuar con su trabajo. No quería depender de nadie y yo aún tenía energías para seguir adelante.

El primer día de clase, los alumnos mostraron algo de reticencia al verme. No se levantaron de sus asientos, pero un murmullo se escuchó en el salón hasta que la clase empezó. Los padres de dos de ellos, quienes solían llegar a hasta la puerta de la escuela, avanzaron hasta el salón sólo para confirmar que sus vástagos decían la verdad.

Tengo que hacer las dos tareas ahora, administrar la casa y la escuela. Y hasta una tercera: procurar no morir en el intento. Aún no les he dicho nada a mi hijos. No pudieron venir a despedir a su padre y no creo que quieran encargarse de mí.