Alejado de un pueblo remoto en algún lugar de la Europa del Siglo XVIII, tenía lugar un palacio conocido por ser el hogar de Sr. Florentin, se trataba de un lugar con amplios y lujosos espacios, numerosas habitaciones, salones y grandes jardines y otros elementos que manifestaban la disposición de la gran riqueza y poder por parte de quien hacía vida en el sitio.

      El Sr. Florentin era un hombre con dotes extravagantes, relucía una cabellera modelo Sartine cuan firme y justo juez real hasta el punto en que tales implantes postizos llegaban a parecer que reposaran sobre sus folículos pilosos; se dice que en el salón de descanso del palacio, adornado con inmensas y suaves telas de felpa aterciopeladas dispuestas adecuadamente en los elementos que conformaban el estar, solía admirar la belleza de las pinturas colgadas a lo largo del lugar. No era extraño que un personaje de tal calibre como él no le gustase presumir sus aposentos, todavía se cuenta que organizaba fiestas, e invitaba a la gente del pueblo a regocijarse con todos los espacios de su hogar. Culminando su presunción, no podía faltar un banquete donde alimentaba a todo aquel que venerase su presencia, aun cuando todo tipo de exquisitos manjares disponían el apetito de los comensales; al señor de la nobleza le disgustaba que alguno de los presentes llegase a criticar el platillo que tanto adoraba, la pasta fettucini con salsa de tomate, no dudaba en ningún momento resaltar lo tanto que le encantaba.

       Durante años se mantuvo esa peculiar “tradición” de ir al palacio del Sr. Florentin a la tertulia de turno, aunque como bien lo sabe el pueblo, Europa llegó a un punto donde no había vuelta, se asomaba de a poco la era industrial y la consecuente revolución francesa terminó por acabar con todo rastro de aquel palacio artífice de tantas alegrías y excentricidades.

       A día de hoy lo que queda del palacio son meras ruinas, se rumora que si vas solo en la noche aparecerá el espíritu del Sr. Florentin pidiendo que le lleves un platillo de fetuccini para deleitarse "una última vez".

       Cuando mi hijo mayor estaba en la primaria, recuerdo con nostalgia que solía comprarle una caja de 24 colores Faber-Castell para que hiciera sus dibujos y los utilizara para hacer sus tareas, una vez él estaba haciendo la tarea y tenía que hacer un dibujo sobre el día del agua, y en una de esas, al niño se le perdió el color azul y estuvimos como 2 horas buscando por todos los rincones de la casa hasta que dimos con el bendito color, mi hijo me dio un fuerte abrazo emocionado porque pudo terminar su tarea gracias a la "aventura" que vivimos buscando ese color azul.