Joaquín, un tipo raro y, según sus amigos un poco asocial, tenía muchos problemas. Familiares, mentales, sentimentales… excepto de índole económico. Era lo que podía definirse como un genio de la matemática y de la música.

Sus pocos amigos lo definían como casi ermitaño, oculto entre sus pensamientos, huyendo del mundo entre sus cuadernos de partituras y de letras. Era un tipo dual; extremadamente ordenado para algunas cosas y para otras profundamente caótico. Sin embargo, no podían decir que fuese una mala persona sino al contrario, gustaba ayudar a otros sin importar quién fuese. Y ni hablar de su conversación, tan interesante como brillante, tan inteligente a veces que rayaba en lo incomprensible. Así era Joaquín.

La gente siempre se preguntó de dónde venía la inspiración para sus hermosas composiciones y el siempre respondía lo mismo: “La musa no me abandona”. Creían que era su manera favorita de zafarse de aquellas palabras insulsas y entrometidas.

“La musa no me abandona” era su mantra y como de la nada empezaron a increparlo, de la nada dejaron de hacerlo. Supusieron que mortales como ellos no podían nunca entender al genio detrás de la pluma y las notas.

Una noche en el estudio, se halló Joaquín escribiendo algo en su diario:

Hoy 27 de agosto de 1980, a la luz de las velas hago la siguiente confesión, a pesar de que me crean loco. La música que tuve el honor de cocrear no vino a mi mente por inspiración. Es obra de la señorita Marie Ann y de su hermana, la señorita Dianne. Ellas me acompañaron desde hace mucho tiempo para darme un poco de su arte. Pero también para hacer realidad su sueño, el cual siempre fue hacer música. Sueño que se truncó gracias a aquel fatídico accidente de 1932…