Manuel María de Arjona
(1771–1820)
¡Oh, si bajo estos árboles frondosos
Se mostrase la célica hermosura
Que vi algún día en inmortal dulzura
Este bosque bañar!
Del cielo tu benéfico descenso
Sin duda ha sido, lúcida belleza:
Deja, pues, diosa, que mi grato incienso
Arda sobre tu altar.
Que no es amor mi tímido alborozo,
Y me acobarda el rígido escarmiento,
Que ¡oh Piritoo! condenó tu intento
Y tu intento, Ixión.
Lejos de mí sacrílega osadía:
Bástame que con plácido semblante
Aceptes, diosa, a mis anhelos pía,
Mi ardiente adoración.
Mi adoración y el cántico de gloria
Que de mí el Pindo atónito ya espera:
Baja tú a oírme de la sacra esfera
¡Oh radiante deidad!
Y tu mirar más nítido y süave,
He de cantar, que fúlgido lucero;
Y el limpio encanto que infundirnos sabe
Tu dulce majestad.
De pureza jactándose natura,
Te ha formado del cándido rocío
Que sobre el nardo al apuntar de estío
La aurora derramó;
Y excelsamente lánguida retrata
El rosicler pacífico de Mayo
Tu alma: Favonio su frescura grata
A tu hablar trasladó.
¡Oh imagen perfectísima del orden
Que liga en lazos fáciles el mundo,
Sólo en los brazos de la paz fecundo,
Sólo amable en la paz!
En vano con espléndido aparato
Finge el arte solícito grandezas:
Natura vence con sencillo ornato
Tan altivo disfraz.
Monarcas, que los pérsicos tesoros
Ostentáis con magnífica porfía,
Copiad el brillo de un sereno día
Sobre el azul del mar:
O copie estudio de émula hermosura
De mi deidad el mágico descuido;
Antes veremos la estrellada altura
Los hombres escalar.
Tú, mi verso, en magnánimo ardimiento
Ya las alas del céfiro recibe,
Y al pecho ilustre en que tu numen vive
Vuela, vuela veloz;
Y en los erguidos álamos ufana
Penda siempre esta cítara, aunque nueva;
Que ya a sus ecos hermosura humana
No ha de ensalzar mi voz.