Recuerdo que cuando estudiaba tercer año de bachillerato se incorporaron a las asignaturas teóricas, dos de naturaleza práctica: física y química. Esto representó para mí un impacto, pues sentía atracción por leer y comprender textos. Y ahora debía estudiar fórmulas y aprender símbolos químicos que no tenían ningún significado para mí.

A este cambio curricular se sumó la actitud omnipotente de mi profesora de Química, que era un verdadero "ácido". La señora daba sus clases hablando con la pizarra, y nunca nos preguntaba si entendíamos lo que ella decía.

Para ese, entonces, no existían internet ni tutoriales. El tridente pedagógico estaba conformado por: docente, contenido de la asignatura y estudiante.

Yo siempre fui una estudiante aplicada, de modo que no comprender los contenidos de Química me deprimía y estresaba mucho. A tal punto que cada vez que tenía clase de Química, mi rostro se llenaba de espinillas sin poderlo evitar.

En una ocasión, mi representante fue a hablar con la profesora para plantearle un cambio de estrategia didáctica para ver si lograba motivar más a los alumnos. Esto fue peor, ya que la profesora se sintió ofendida, porque la estaban llamando incompetente de manera solapada.

Mi estrés se agudizó, pues la profesora me vio como su enemiga. Al final del curso logré aprobar la materia con 15. Pero, con mucha pena debo decir que no aprendí nada de Química. Pero sí adquirí una lección de vida: "Un docente soberbio no escucha sugerencias".

Cuando salí de tercer año no quería saber nada de Química. Eso hizo que cursara el Bachillerato en Humanidades. Ahora cambiaba las fórmulas por los idiomas: Latín y francés.

_{Mi libro de cabecera durante cuarto y quinto año de Bachillerato}