Fuente
Aquí me encuentro mirando en retrospectiva mi pasado, un pasado lleno de ilusiones y sueños, de la niñez que camina hacia la adolescencia, sin saber que va en esa travesía, donde los cambios comienzan a decirte que eres un ser totalmente diferente, totalmente especial.
En este momento, cuando los años y los recuerdos van de la mano y lo plantado en el corazón ha dado los frutos anhelados, me traslado hacia los años de mi niñez, cuando junto con mis hermanos, nos dirigíamos a una casa escondida entre las montañas, encontrando en ella una razón especial para estar ahí, el Abuelo.
Para llegar a él, recorríamos una gran carretera, cubierta de tierra, rodeada de árboles y matorrales, con un cielo oculto a veces por el blanco de la neblina que se paseaba y besaba con sinuosidad tranquila, abrazando todo a su paso; las aves armaban un gran alboroto con su canto y nosotros subíamos y bajábamos laderas, entre aquella frondosa, espesa arboleda, cuyo verde solo podía transmitir paz, serenidad, sosiego, y allí nos esperaba tranquilo y con ansias el Abuelo.
La emoción que sentíamos era tan especial allí, que podíamos tener la libertad de correr entre las “picas” o caminitos que se escondían entre los arboles de las montañas, jugar y retozar llenos de la paz que nos da la inocencia en la niñez; nos divertíamos entre las laderas, por lugares escondidos que despertaban nuestra imaginación, nos creíamos tarzanes entre los matorrales, corríamos y gritábamos, a nadie perturbaban nuestros gritos, solo estaba Dios y nuestro hermoso y silencioso bosque.
Al llegar a casa del abuelo, por una senda entre los matorrales, pasando por lo alto de una loma y luego cuesta bajo, lo primero que se ve es la grandeza del lugar; así éramos testigos, de ver un hermoso cielo unirse con el mar en una visión irreverente llena de luz y de pureza, las nubes corretear de un lugar a otro agitadas por el viento; las montañas competían entre ellas a ver cuál era la más alta. Al bajar un poco la mirada, allí, entre el follaje, la casa del abuelo resplandecía por los rayos del sol que chocaban contra su techo como presumiéndose de un privilegio único, el de estar cerca y abrigando la morada; gritábamos emocionados, ¡Abuelo! ¡Abuelo!, una manada de chicos llegaban a turbar la paz del lugar.
Una gran algarabía nos inundaba, gritos, risas, abrazos y un tropel de palabras se oían a la vez como compitiendo para ver cual pudiera hablar más rápido, más alto, y así la paz que se sentía en el rancho se convertía en carcajadas, chillidos, llantos y retozos; ahí parado cerca de la casa estaba el abuelo, con una sonrisa en los labios, esperándonos lleno de esperanzas igual que nosotros.