Hace algunos años llegué a la determinación de que eso a lo que llamamos “hogar”, reside en la presencia de las personas que más amo; en ese momento escribí

Sin embargo, con el pasar del tiempo, me he dado cuenta de que ese sentimiento de hogar ya no puede pertenecer solo a la presencia de dichas personas (porque muchas veces lo que tendremos a mano, será su ausencia), pero sí, a nosotros mismos y a los recuerdos que compartimos con ellas. Los recuerdos, como los cuentos, tienen a sus personajes principales, la acción, el tiempo y también el ambiente; es sobre uno de mis ambientes más preciados que me gustaría hablar en esta oportunidad.

Canaguá nunca fue un nombre que me gustara mucho, así como la mayoría de su gente, pero gracias al cielo tuve una abuela muy trabajadora y con un amor fiel e inquebrantable al campo (herencia que le dejó a mi padre), que vivió hasta su último aliento a las afueras de este pueblito. Para llegar debíamos rodar al menos 4 horas en carro; pasar por algunas zonas áridas, muchas montañas, páramo, selva nublada, pinos y aguantar profundamente las nauseas causadas por tantas curvas, subidas y bajadas.

A pesar de lo anterior, como es un viaje lleno de tantos relieves, en el camino es posible encontrar vistas y paisajes increíbles, casas modestas con jardines floreados, paradas bonitas con un poco de todo… y vacas, bastantes vacas. De los Pueblos del Sur, como son llamados, vienen el mejor queso y el mejor café de mi estado. Al llegar a casa, la abuela nos esperaba con su cuajada suave y deliciosa, café caliente y un arroz sabroso, que siempre le quedaba amarillito y blando; todo con el sabor y aroma de la comida hecha a leña que se me quedaron grabados en la memoria del corazón.

Por las mañanas, cuando era capaz de levantarme temprano, me llevaban a ordeñar las vacas y me dejaban intentarlo, pero lo máximo que lograba eran algunas gotitas. Por las tardes veía “El Zorro” con mi primo o salía a caminar por la carretera para ver el pueblo, pequeñito junto a las montañas que lo rodeaban. Al anochecer se escuchaban los sapos y los grillos, rezábamos el rosario cada día y nos dormíamos antes de lo usual pues las gallinas se acostaban temprano, y la abuela también. Teníamos que arroparnos con varias cobijas para evitar el frío de la noche y abrigarnos de los zancudos.

La casa sigue en pie, pero sola: mi abuela, las gallinas y los pavos ya no están; sin embargo, se mantiene todo intacto en mi memoria. Aún me da alegría volver al pueblo; cuando fui la última vez, conseguí nuevos lugares que me hicieron sentir en casa, nueva comida rica hecha por personas que también son mi familia y me dejaron deseosa de volver.