Gran parte de mi ser se lo debo a mi escuela. Cuando tenía seis años, mi mamá me arregló como si iba para una fiesta. Mi franela roja y mi falda azul, zapatos negros y medias blancas, cabello recogido para evitar que los piojitos volaran hasta mí. Un morral con cuadernos y colores, y una lonchera con pan y café con leche.

Yo estaba realmente emocionada, porque me sentía grande, y ya podía estar sola y sin mamá, en un lugar que no era mi casa. La escuela fue para mí, mi primera salida hacia el mundo.

Recuerdo que cuando llegué al kínder estaba mi maestra Eva, linda, joven y amorosa. Se acercó a mí y dijo: ¡Acaba de llegar otra princesa a mi reino! Un aplauso, por favor, pidió a los otros niños. Yo sentí en ese momento una garúa de felicidad.

A mi escuela, le he escrito este poema:

Es mi escuela un timbre que repica en la mañana
También es un Himno Nacional con notas melodiosas
Es una formación de soñadores en busca de destinos
Es un uniforme limpio el lunes y sucio el viernes.
Es mi escuela una pizarra, a veces color bosque,
a veces montaña nevada
en el que se hilvanan palabras y números.
Son las maestras los testigos infalibles
de aciertos y de errores.
En la escuela aprendí a dibujar casas de colores
también montañas y flores.
Entoné canciones de la más pura inocencia:
Tuve una muñeca vestida de azul,
con sus zapatitos y su canesú.
Y había una vez un barquito chiquitico,
que no podía navegar,
y como la historia no era mala,
la cantábamos una y mil veces sin parar.
También aprendí a deletrear, y luego a silabear:
A-E-I-O-U, el burro sabe más que tú.
MA-ME-MI-MO-MU.
Y así entre poesías y canciones
La escuela se metió en mis venas
Con la fuerza estruendosa
de los verbos que significan: Para siempre.

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