Cualquiera diría que la señora Gertrudis no tenía nada que celebrar, sola desde hace años; un buen esposo y compañero se había ido pero dejándole recuerdos maravillosos; ciertamente había sido un esposo ejemplar que le dejó un gran legado: la enseñó a bailar. Pues si, Doña Gertrudis podía tener miles de achaques, interminables dolencias pero eso si, tenía un espíritu a sus 80 años de quinceañera.
Todas las tardes con el ocaso del atardecer, Doña Gertrudis pone su viejo radio, le pone todo el volúmen y la alegre y dulce anciana empieza a mover su cuerpo al compás de una buena salsa o un sabroso merengue y su alegría y ganas de vivir contagia a todo el vecindario.
Por el frente de su casa, desfilaban todo tipo de personas pero los que más apreciaban a Doña Gertrudis eran las personas enfermas que al ver la sabrosura y el tongoneo que se gastaba aquella alegre anciana inyectaban salud a su cuerpo y le daban mas vida a su vida, los malhumorados alegraban su espíritu, los que tenían dos pies izquierdos aprendían a bailar, los que se quejaban de todo aprendían a ver el lado bueno de las cosas, los ancianitos que pasaban con sus damiselas se echaban un taco de ojo con aquella reina danzante y más de uno se ganaba un buen pellizco o un jalón de oreja de su pareja.
No conforme con dominar el arte del baile, muchos se paraban a consultarle a doña Gertrudis que montecito, matica o ramita era buena para cualquier afección pues doña Gertrudis era muy ducha en estos menesteres, no había reuma, gripe, fiebre o dolor que aquella alegre anciana no supiera curar, para los males de amores ella siempre tenía un buen consejo y gracias a ella muchas parejitas se habían reconciliado.
Cuando le preguntaban si alguna vez le molestaba la compañía de Soledad ella decía que nunca estaba sola pues la acompañaba el mejor de los compañeros: SU DIOS AMADO.
Y cuando le preguntaban que la hacía feliz ella dulcemente contestaba: me hace feliz cuando alguien me dice que ya no le duele nada, que el que estaba enfermo sanó y el que no reía ahora lo hacía con su baile todas las tardes.
Otra cosa, a doña Gertrudis podía faltarle todo menos el rico café que hacía a esa hora para compartir un buen rato con sus vecinos y gozar de lo lindo con las chismosas del pueblo que la tenían al tanto de todo.
A doña Gertrudis no le faltaban pretendientes pero ella muy descarada pero con cariño les sacaba uno que otro regalito como un pancito, un dulce, unos ricos caramelos o unas ricas galletas y les decía que su único y eterno Romeo ya estaba en el cielo esperando por ella, además, para que algún viejito de aquellos pudiese tener una remota pero muy remota posibilidad de atraparla era que supiera bailar pero ninguno de aquellos enamorados sin esperanza sabía mover los pies como su finado esposo.
El patio de doña Gertrudis era muy grande y ahí la guerrera anciana cultivaba de todo: árboles frutales, hortalizas, legumbres que ella vendía a precio muy económico y solidario con su gente pero que le daba para vivir, ella más que millonaria en dinero quería ser millonaria en el cariño de su gente del pueblo.
Un día, el pueblo estaba conmocionado de infinita tristeza, ya no se escuchaba el viejo radio de doña Gertrudis, ya la reina danzante de las tardes no armaba su show, ni de su cocina salía el rico aroma del mejor café del pueblo.
Se había ido un ángel al Cielo pero siempre vivirá pero con una vida más fuerte que nunca en su querida gente, en su amado pueblo.
La gente decía: DEBE HABER FIESTA EN EL CIELO PUES UNA SEÑORA GERTRUDIS DE NOMBRE Y DE APELLIDO ALEGRÍA TIENE SU VIEJO RADIO PRENDIDO.