NUESTRO CENTRO DE MESA
No hay nada que más nos conmueva que el amor
maternal. Una madre muere protegiendo a su
hijo, cuando un automóvil los enviste, y ella en su
instinto, forma un escudo protector con su
cuerpo. En las crónicas de indias, encontramos
uno de los más bellos testimonios de lo que
afirmamos. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en sus
vivencias de náufrago en la isla de Mal-Hado,
cuenta de los nativos: “Es la gente del mundo que
más ama á sus hijos y mejor tratamiento les
hacen; y cuando acaece que á alguno se les
muere el hijo, lloran los padres y los parientes, y
todo el pueblo y el llanto dura un año cumplido”.
El poeta Lezama Lima expresa admirablemente
ese desprendimiento del deseoso de su madre:
“No es por la puerta donde se asoma nuestro
abandono / es por un claro donde la madre sigue
marchando”. En un filme japonés reciente, un
detective cae moribundo y su dolor se resume en
dejar en orfandad a su progenitora. Llamada
universal la palabra “madre” y como dijera
Lezama nuestro centro de mesa.
ECOS
Si un ser amaba el conocimiento (más que la
literatura en sí), en Enrique Arenas Capiello,
apuntaríamos la flecha. Persona que te ponía en
aprietos sobre el alcance de tus disquisiciones.
Una vez me preguntó que tenían de reales, los
números reales; y de complejo, los números
complejos: La misma realidad y complejidad que
podríamos extraer de una definición de la poesía,
si dijéramos con Lezama, “el eco, el rocío, lo
esparcido en el mundo lucreciano”. Son ecos del
espíritu para el espíritu, o en palabras de Walter
Benjamin: “En el nombre el ser espiritual del
hombre se comunica con Dios”