Una imagen una historia

A sus 39 años, con dos hijos estudiando bachillerato y un esposo que la había acompañado hasta ahora por todos los acosadores altibajos que surgen, a cada rato, cuando se debe sacar adelante una familia, pensó en ese momento Rebeca Valentina, se entera de repente que en su existencia había secretos semejantes a un melodrama escrito por Delia Fiallo. "Esa es tu madre, hija, yo te mentí, se encuentra viva y parece que no está bien", le dijo su amado papá antes de morir, señalándole una imagen que había sido recortada de un folleto publicitario.

Antes de ese día, su mamá había fallecido por causa de una rara enfermedad cuando ella apenas contaba con dos años de edad. Eso era lo único que le respondía su padre cada vez que le preguntaba e inexorablemente le recalcaba después que no le gustaba hablar de eso porque la tristeza no se lo permitía. En aquella época, más de una vez se imaginó que ella la mimaba y la complacía, tal como hacían las madres de sus amiguitas del colegio; en sus tiernas fantasías, la mujer que la trajo al mundo era alegre, con el pelo amarillo igual al suyo, y una sonrisa cristalina que tintineaba por toda la casa.

Sin embargo, esas encantadoras evocaciones infantiles, se dijo Rebeca Valentina, contrastaban mucho con la fotografía que su querido progenitor guardaba dentro las páginas de El código Da Vinci, el último libro que había leído. Aquella señora tan triste, descalza y abandonada a la buena de Dios, sentada en la acera de una calle cualquiera, era la madre que nunca había tenido; continuaba tan lejos como siempre, pero ahora poseía un rostro definido y un abandono insoportable que la hacía sentirse obligada a indagar más sobre aquella anciana. Les encargó a sus dos hijos adolescentes que escudriñaran en la web la procedencia de la imagen y ella, por su parte, se propuso ubicar a las personas más viejas del pueblo, las que fueron contemporáneas con su padre, para ver si tenían alguna otra información sobre su misteriosa madre.

Marisol, la señora que toda la vida había atendido el abasto de la esquina, le contó que Cecilia del Carmen, su madre, dejó a su progenitor abandonado cuando se marchó con el atractivo domador de fieras de un circo que había estado en el pueblo durante aquellos años. Su familia dijo alguna vez que se encontraba en Estados Unidos, pero toda esa gente se fue muriendo con los años y Cecilia nunca más volvió por aquellos predios donde había nacido y se había hecho una mujer. Esta historia se parece cada día más a un culebrón venezolano de los años ochenta, se dijo Rebeca Valentina, pero ya la curiosidad y, en cierto modo, su preocupación por esa pobre señora, que según era su madre, desorientada y triste en la calle, la inducían a llegar al fondo de aquel asunto.

Sus hijos le informaron ese mismo día que habían encontrado una fotografía parecida a la de la señora que era su abuela en una página de Instagram, donde estaba también el teléfono de la artista que la había creado: era un número con el código de Estados Unidos. Rebeca Valentina, emocionada, en seguida marcó para comunicarse, ya que si alguien podía darle razón sobre la persona de la imagen era la fotógrafa. Una voz tan educada como despreocupada le contestó en seguida…

Después de los saludos y las aclaratorias iniciales, Rebeca le preguntó si conocía a Cecilia del Carmen, la mujer que estaba en sus fotografías. Ay no, respondió escandalizada la dama del otro lado de la línea, hace muchísimos años que nadie me llamaba así. Esa mujer de la imagen soy yo misma, pero es una composición realizada con inteligencia artificial. Yo vivo aquí muy bien y nada quiero saber de esos pueblos tercermundistas. Y colgó sin esperar ninguna respuesta.

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