Una imagen una historia: "La primera noche"

La lluvia ni el frío jamás me habían detenido, siempre caminaba hacia donde tenía pensado llegar sin reparar en el clima. Esa tarde, sin embargo, la penúltima en aquella ciudad, después de catorce largos años de trabajo constante, me detuve en la terraza del centro comercial a mirar, quizás con un poco de nostalgia, hacia lo largo de esa calle por la que tantas veces transité. De repente, sentí que la iba a extrañar, que me había acostumbrado, casi sin darme cuenta, a su ambiente y a esa formal exquisitez de sus habitantes que tanta incomodidad me causaron al principio.

A esa incomodidad de recién llegada me llevó precisamente el recuerdo, cuando miré al hombre, abajo en la calle, entrando al café de la esquina. Sin saber muy bien por qué, bajé para ir a su encuentro, aunque pensé que solo quería averiguar si se acordaba, como yo, de aquel desagradable episodio que experimenté por su culpa esa primera noche que pasé en esta ciudad.

En aquella oportunidad, el frío me tenía entumecida, a pesar del abrigo que me habían prestado para el viaje. Caminaba de un lado a otro en aquel lugar extraño sin saber qué hacer. Lo único que en ese momento tenía claro era que debía esperar hasta el otro día a mi amiga Lorena, la alegre dominicana que a los tres meses se marchó de aquí, para saber de nuestro alojamiento y del trabajo que nos habían ofrecido.

En ese ir y venir, pensando en lo que debía hacer, noté que aquel hombre joven y buenmozo, aunque evidentemente mal vestido y con una barba de varios días, me observaba con atención, mientras pensaba que yo no lo estaba viendo. Angustiada por aquella nueva situación que se sumaba a mis calamidades, me detuve un rato para intentar pensar con más detenimiento en una solución. Fue, entonces, cuando vio venir a los dos policías que él se acercó corriendo y comenzó a gritar que yo lo había robado, mientras me jalaba mi bolso de viaje.

Estupefacta, sin comprender bien lo que estaba pasando, porque en ese momento solo conocía unas cuantas palabras del francés, apenas me limité a señalar en un castellano que allí, por supuesto, nadie me entendió, que yo no había hecho nada, que ese hombre solo quería meterme en problemas sin que jamás lo hubiese visto antes siquiera. Los dos agentes me hicieron unas preguntas amenazantes que no pude responder y me eché a llorar porque él continuaba acusándome con sus gritos y sus gestos. Media hora más tarde estaba en una estación de policía, junto al mismo tipo que, sin ninguna razón, se había ensañado en mi contra.

Cuando entré al café, él estaba sentado ante una humeante cappucchino y un apetitoso croissant, continuaba llevando la barba de aquella vez, pero mucho más cuidada; por ese detalle, más que todo, lo había identificado desde la terraza. Me lo quedé observando y él, como si hubiese sentido el peso de mi vista, levantó la mirada, sonrió sorprendido y me hizo señas para que me sentara en su mesa. Le hice caso porque solo anhelaba averiguar por qué me hizo aquella trastada, qué ganó con eso, cuál era el propósito de su maldad contra una muchacha recién llegada a esta ciudad.

Han transcurrido catorce años, me dijo ante mi sorpresa de que se acordara incluso del tiempo exacto que había pasado, y no te has dado cuenta de que ese día te hice un gran favor. Yo tampoco tenía dónde dormir esa noche y el frío era pavoroso. Logré que los policías nos llevaran a la comandancia para, al menos, pasar esa noche en un lugar cálido. Eso fue lo que les confesé a esos agentes en la mañana y, gracias a Dios, nos dejaron partir tranquilamente. Se condolieron más porque les dije que lo hice por ti, una muchacha que, era muy obvio, no estaba acostumbrada a semejante frío…

Seguimos conversando y ahora celebramos cada año aquel episodio de mi primer día en París, porque yo me quedé en esta ciudad a su lado y para siempre.

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