El pasado 1ero de Junio, mi madre cumplió seis años de haber emprendido el vuelo hacia el cielo. Estoy segura que desde que se marchó, es la primera vez que no le dedico unas palabras, ni en mi blog, ni en mis redes sociales. Y no es que la haya olvidado o que se me haya pasado esta dolorosa fecha, sino que las lágrimas me acompañaron todo el día. Pensé en escribir algo, pero sabía que nada de lo que dijera, se asemejaba a los tristes sentimientos que me apretaban la garganta, robándome el aliento.

Fue un día en el que la tristeza me arropó todo el día; un día en que las lágrimas provenían como torrentes desde mi alma, acumulándose en mis ojos y deslizándose por mi alma rota.

Creo que estas cicatrices no sanan nunca. Simplemente, aprendemos a vivir con ellas, no queda más que dejarlas allí. De vez en cuando le ponemos una curita, cuando los recuerdos vuelven a avivarse y el dolor hace estragos en nuestro corazón.

En estos días, sentada en el jardín de mi casa con una taza de café como compañía, admiré el cielo y sus tonalidades naranja y sentí la necesidad de capturar ese momento a través de la lente de mi celular.

Imposible dejar pasar por alto, cielos como este.

Esto me trajo infinitas memorias llenas de ternura. Sin darme cuenta, me trasladé hasta esos días en los que mi mamá estaba en este plano terrenal y solía acostarse en la hamaca cuando llegaba el atardecer, acompañado por una fresca y suave brisa.

Jamás voy a olvidar sus ojitos soñadores y sus largos suspiros aletargados.

Recordando quizás su época en la que solía viajar por el mundo. Recordando quizás, su dura y triste infancia y agradeciendo, de eso estoy segura, su bello matrimonio con mi papá, sus hijos y todo el aprendizaje a lo largo de su vida.

Y yo, me quedo con esa mirada, con esa sonrisa, que a pesar de su larga y dolorosa enfermedad en los últimos años de su vida, nunca desapareció de su rostro.

Hoy miro al cielo y una sonrisa escapa de mis labios y ella es parte de esa sonrisa.

Es lo que siempre recordaré de ella.