La culpa

in humor •  7 years ago  (edited)

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Aquí llamamos a todos los árabes “turcos”. No estoy seguro de cómo se sentirían turcos y árabes al respecto. Lo cierto es que lloviznaba pertinazmente en el centro de esta pequeña ciudad sudamericana de provincia. Por una calle que pudiéramos llamar “Pequeña Damasco” o “Pequeña Beirut” —según estaba atestada de tiendas de “turcos”— entre carritos de perros calientes y buhoneros, una anciana caminaba debajo de un desvencijado paraguas, buscando la tienda del “turco”. Al hallarla, entró y escurrió el empapado paraguas con cuidado de no mojar el interior de la tienda. En su bolso llevaba un apretado bulto de billetes amarrados con una banda elástica, quizá el ahorro de meses de trabajo lavando y planchando ajeno.

Ve en las vidrieras los productos exhibidos. Había ahorrado para una licuadora. Con ella pensaba hacer helados, con cuya venta podría remendar uno de los huecos de su presupuesto, por el cual aún se colaban el hambre y la desnudez.

Se acerca al mostrador y habla con el encargado, y dueño a medias, de la tienda, a quien llamaremos “José”, porque ese fue el nombre “criollo”, y más adaptado a la fonética castellana, con el cual escogió ser llamado fuera de su círculo.

—Hijo, deme esa licuadora Óster de plástico —indica la viejita—.

Es antigua conseja aquella de que el pobre debe comprar cosas de calidad para no tener que reponerlas tan pronto. Por eso pidió de la marca Óster. Pero tampoco eran tantos sus ahorros como para comprar la de metal, y por eso pidió la de plástico.

La señora entrega el pequeño fajo de billetes en el cual tenía el monto exacto, o al menos eso creía ella, del costo del electrodoméstico, pues en aquellos tiempos la inflación no era tanta que variara el precio de un producto en dos días hábiles, y la anciana había ya pasado por allí viendo precios.

El "turco" pide a un ayudante que busque la licuadora del depósito. La traen, la prueban y se realiza la transacción en efectivo. Se firma un simbólico cartoncito de “garantía” haciendo constar que la licuadora tiene garantía de reparación o reemplazo pasados hasta 15 días de su compra, siempre y cuando un exhaustivo peritaje determinase que no fue usada para licuar coco o moler hielo.

Cuando “José” cuenta el dinero, se percata de que en el fajo de billetes hay una cantidad superior al precio de la licuadora. Vuelve a contar, con la habilidad que treinta siglos de historia fenicia le conferían. Efectivamente el monto entregado por la anciana, creyendo ella que era el monto exacto, era casi un cincuenta por ciento más del precio del aparato, plasmado además en la factura de compra.

La anciana, que ya le había dado la espalda, acomodaba su cartera, agarraba bien la bolsa de la licuadora y abría su paraguas para salir a la calle. José la observa. Luego observa el dinero. Y torna a observar a la anciana. Luego observa otra vez el dinero y otra vez a la anciana.

La anciana sale de la tienda y José es aguijoneado por un terrible dilema moral. Siente dudas. Piensa. Aprieta y afloja los billetes como quien se prepara para una acción repentina... luego aparenta relajarse.

Ya la señora había salido del local. No obstante el dilema moral seguía mortificándolo. Debía tomar una decisión pero un impulso milenario se lo estorbaba.

José metió el dinero en la registradora y la cerró con un sonoro impulso. La anciana se perdió en la bullaranga de la calle entre ruidos de buhoneros, cornetas y peatones. José encendió un cigarrillo y se asomó a la puerta de la tienda para fumar. Siguió con la vista a la anciana hasta que dobló una esquina.

Muchos hubiesen pensado —erradamente y basados en injustos prejuicios de antigua raigambre, o quizá juzgándolo bajo la propia condición— que José se hubiese quedado con el dinero sobrante sin pensarlo dos veces y sin remordimiento alguno. Sin embargo, un resabio de honestidad, un rastro de culpa, y una vislumbre de rectitud hicieron que José pasara todo el resto de aquella tarde pensando en la anciana y en el dinero sobrante, y rumiando porfiadamente la terrible disyuntiva moral:

“¿Se lo cuento a mi socio y repartimos a partes iguales, o me quedo callado?”

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Fuente de la imagen.

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José pasara todo el resto de aquella tarde pensando en la anciana y en el dinero sobrante, y rumiando porfiadamente la terrible disyuntiva moral:

“¿Se lo cuento a mi socio y repartimos a partes iguales, o me quedo callado?”

Qué cosas pasaban en el país hace años, no digo que ahora no pase, pero ahorita con la falta de efectivo está rudo que alguien dé de más, incluso por transferencia.

Me gustó la historia, final inesperado para mi.

¡Gracias por leer y comentar! Sí, la historia tiene lugar en el pasado, posiblemente los ochenta o noventa. ¡Que bueno que te gustó!

Me gusto fue un final de los màs inesperado.

Qué gusto que me esté leyendo, espero que alguno de los cuentos le saque una risa, o inclusive algunas de las críticas de cine que también tienen su dosis de humor, al menos eso creo, jejeje. Aunque a veces reconozco que los cuentos me salen un poco oscuros. :)

Un cuento muy gracioso, la culpa no era por la viejita, sino por el socio? o acaso quedaba algún vestigio de eso, jejeje
Buen post :-)

Gracias, pronto lo re-postearé para que nuevos seguidores lo lean.