Tierra de Claveles

in la •  5 years ago 

Capítulo I – Recibe carta de Eulalia

En el autobús sentado, pensativo con la mirada fija en el camino - 2016

Era innegable que el costo corporal le facturara un impagable viaje, muy áspero para sus setenta y ocho años. Su mente divagaba, de la misma manera como una semilla voladora se discurriera por casi ocho décadas de lucidez, dejándose hipnotizar por las imágenes fugases de la madrugada que aparecían como estatuas en los senderos orientales, iluminadas por la luna y por los faros de los vehículos de la carretera. Al lado se encontraba un ser que gustaba de ser inanimado para una cotidianidad que distaba del respeto, las buenas costumbres y la decencia. La cortesía que llevaba el anciano en la sangre, como raíces interminables de su Trujillo entrañable; el aroma en las voces bailarinas para comunicar al desconocido una revelación de sus dotes terrenales, se habían desaparecido. Ya llevaba media hora sentado al lado de una sombra que ni siquiera mostró simpatía a su saludo.

Justo al cruzar todavía de madrugada por la calle perimetral y desierta de Arenas dentro del autobús, también se acercarían por el retazo de la ventana, los pensamientos entre los juegos de la niñez y las aventuras de su vida, con sus mañas y sus formas. Entre nubosidades se encontraban las reproducciones que se le apersonaban y lo acompañarían en el viaje hacia Caracas y, como el Diente de León efímero y sin miedo a los precipicios, quedaba suspendido entre la brisa que abusaba de su arte invisible de mover las cosas sin permiso. Del mismo modo, le venían recuerdos de la cruel noche, cuando tuvieron que salir urgidos del hato Sierra Morada, por allá en la Ceiba en el estado Trujillo a causa de la persecución de los “Trinidad”, una familia cuya rencilla con su padre databa de mucho más tiempo que su propia vida en el presente.

El imprevisto viaje hacia la capital, lo hacía en lo estrecho de un asiento casi confortable y saturado con el saco de café, fororo, raya salada y las peinetas y vestidos que le enviaba la comadre Georgina a su ahijada Eulalia Mercedes, la única hija de Alirio José. Dios no lo permita, el ciclo de la vida no podía regresar de ese modo. Debía haber una explicación para todo y posiblemente estaba exagerando las cosas. Una huella de culpa le regresaba en el momento, cuando tuvo en sus manos el cambio de su historia y la cobardía, tal vez la lealtad de su proceder, lo obligó a dejarlo huir y conmocionaba en silencio y de por vida, por desconocer el paradero de su verdugo por tanto tiempo.
«¡Mátelo Alirio, no sea tan pendejo! ¡No lo deje ir!» llegaba fugaz la voz del mejor amigo de Ceciliano no lo dejaría dormir por mucho tiempo.

Agotado por la caminata, descansando y sintiéndose como un arrume en el asiento del autobús, a las nalgas les parecía mentira que ya habían pasado dos horas y media desde que salió de su finca “La Ceiba”. Los fogonazos hacían presencia en su pupila, tan claros como aquella vez cuando acomodaba su ropa, la última vez cuando viajó hacia Caracas con Luisana Peña para buscar sus papeles de nacimiento para culminar su agonía de ir a iglesia y presentarse ante el Altar. Sin hablar, repasaba desde el asiento cuando ella, con la ternura y la paciencia, organizaba en la maleta acartonada, los zapatos y la ropa que usarían por sus calles, así como los paños, los talcos, la crema, la brocha y hasta su máquina de afeitar. Un sentimiento de afecto le produjo el recuerdo de cuando se hospedaron en una pensión en La Pastora, con unos familiares de su todavía vecino, Raymundo Mijares y su primera noche como marido y mujer, sin todavía haber pasado por el registro civil. Esos días habían pasado con mucho frenesí y fogosidad, tanto que los envolvió el garbo de la capital y fue muy probable que también hayan concebido a Eulalia Mercedes.

Setenta y ocho años cumpliría dentro de dos meses y medio, en el mes y día de la Virgen de las Mercedes y, hacía veintinueve o treinta años que había empalagado a una de las mujeres más coquetas y con mucha presencia en el Pueblo de Arenas. Era la madre de Eulalia Mercedes y quien le quitara su último suspiro de amor por la vida.
Inmóvil de espíritu y de pestañas que parecían pegadas a sus cejas, Alirio José sentía que algo se le antojaba muy adentro. La dilación, la brevedad y la nostalgia le trajeron a Luisana Peña la madre de Eulalia Mercedes quien llegó como aquel clavo oxidado y fortalecido, aferrado a los rieles de un ferrocarril molesto.

Eulalia se había ido a Caracas
Un día antes en el que Eulalia Mercedes partiera hacia Caracas, ese día tan esperado para ella y desesperado para él, Alirio José Claveles comprendió que era inútil aferrarse a sus ideas y que el tiempo de envejecer le había llegado muy de prisa. El pijama que le había enviado Juan Bautista desde la ciudad de Cancún, en su viaje de ida hacia Alaska, lucía como si fuese a una gala de algún local nocturno de lujo. Permaneció despierto en su cama, como un difunto en el féretro, con la vista fija en el techo laminado de la finca y con la sensación de que subía por una escalera mecánica. Las especulaciones no deja-ron de molestarlo, las dudas lo atormentaban, las malicias y adagios de la ciudad le provocaban más calor, tanto que se quitó la sabana de un tirón. De la nada, cerca del gallinero, Corso el gallo anunció el inicio del día y las pestañas recién cerradas, se despega-ron y se levantó cuando Bruto el perro emitió un ladrido de alerta como todas las mañanas.

Salieron luego de darle varios sorbos al café humeante, devoraron una arepa rellena de chicharrón guisado y casabe con suero de leche. Eulalia Mercedes, como buena boca, preparó una bolsa con ocho “panes de a Locha” rellenos de queso, pollo mechado y suero para el viaje. Se comió uno cuando se vestía y otro cuando entraban camino hacia Arenas.

–Se va poné como su madre, si sigue comiendo así.

–¿Usté cree? –Ella solo se acordaba haberla había visto en las fotos que le había mostrado alguna vez su papá.

Transitaron en el camión mientras en la cabina, se escurría el aliento del aceite y la gasolina del motor y, en silencio, llenos de sensibilidades, permanecían padre e hija hasta que pasaron por la licorería y también billar de Reinaldo, entrando a Cumanacoa.

–Mañana en la mañana le llamo, como a eso de las siete pa decirle como llegué.

–No. Usté me llama a penas pise la casa de la señora… Clara. Yo estaré despierto hasta que usté llegue.

Por la hora, encontró rápidamente donde estacionar el camión Ford 350. La calle del terminal de autobuses de Cumanacoa estaba casi desierta a no ser por los borrachos acostados en la acera de la cuadra.

–No se preocupe papa, apenas llegue donde la señora Clara yo lo llamo. Usted habló con ella. Oiga, téngales cuidado a las nuevas cabras, póngale reparo a Ñaño y no deje que él las pastoree. –Le indicaba desde el segundo escalón del autobús, parecién-dose a una celebridad a las puertas de un avión. –Bendición papa.
Eulalia se volvió hasta el primer escalón del autobús, se detuvo, dio una vuelta y se le lanzó a su padre quien tuvo que atraparla como un trapo pesado, sellando con un abrazo, el segundo del año, el miedo recóndito que los embelesaba y entusiasmaba a la vez.

Todavía se le aguaban los ojos o por lo menos era lo que sentía, al recordar ese momento, subiendo al autobús y ver sus mejillas sonrojadas, una sonrisa de compromi-so y los ojos de querer vivir y nunca más volver; no por él, sino por ella.
Algo le decía que, si sus hermanos pudieron partir, ella también. Pero esta vez ella triunfaría, ella viviría. Esa forma de contemplarlo le recordaba tanto a la madre Luisana y a su vez a su madre Sotera. Seguidamente le aparecían las caricias de Nieves y era consciente de sus arranques evasivos. Sentía que, alejándose de su lado, también la desprotegía de cualquier hijo de meretriz en la capital, le pudiera hacer daño como lo hicieran con las mujeres y niñas de su familia aquella mañana, junto al río.

De los cinco hijos, no había ninguna duda que Eulalia Mercedes era la consentida. No sabía si era por su género, su carácter maternal que se había hecho cargo de las co-sas de la casa, ser la última mujer que lo dominaba o porque siempre tenía la respuesta segura y oportuna para todo.

La dejó ir y sintió que era lo justo. Le había aceptado a Jesús Alejandro a quienes todos decían tenía su mismo molde, irse a Curazao para ganar dinero. La última vez que se comunicó con él, fue en carnavales desde Boa Vista y prometió visitarlos en diciem-bre, sin antes asegurarle enviarles una remesa con el dinero que le sobraba. Juan Bau-tista, el mayor, había ingresado en la Marina Venezolana y se había ido a recorrer el mundo. Un telegrama le llegó semanas después que Nieves se había instalado en la ca-sa, comunicando su deceso en un submarino alemán en la Unión Soviética, hundido en el Polo Norte con toda su tripulación. Su cuerpo nunca apareció. Daniel se dedicó a ex-plorar su sangre socialista y su pensamiento filantrópico lo llevó a lo profundo de la sel-va amazónica a convivir de la naturaleza de los ancestros originarios y se había convertido en un aborigen blanco en alguna parte del territorio entre Venezuela y Brasil.

Algún día Ñaño, Pedro Aquiles, también se lo pediría y quedaría solo en medio de tanta tierra. Quedaría más solo que el cóndor que vigilaba el escudo del estado Trujillo. Aunque Pedro no se lo había dicho, pero su futuro lo construía de acuerdo con lo que pudiese encontrar frente a sus narices.

Recibe carta de Eulalia
Eulalia ya tenía tres años viviendo en Caracas y, debido a las exigencias de la carrera, lo complicado del transporte y las carencias económicas manifestadas por la hija, no había sido posible regresar a “La Ceiba”, a su casa en las tierras cafetaleras del estado Sucre en tanto tiempo.

El rendimiento de la siembra de café no había dado los resultados esperados en la zona. El costo para la adquisición del fertilizante y del insecticida, sin contar quien pu-diera cuidar el terreno, las semillas importadas… “¡Uf pa que le cuento, compadre!” era la expresión de Alirio José cada vez que le solicitaban cosecha para la venta “¡Por las nubes y ahora pa que se lo den hay que registrarse con Nemecio! Lo controlaron todo con los grupitos esos del gobierno”. Había tenido la vocación para el cultivo de café tan-to tiempo, que le dolía dejar las matas con poco cuidado. La suerte las acompañó cuan-do a sus vecinos les cayó la roya a sus cultivos. Dejó casi cien matas de dos años y me-dio para dejar la puerta abierta por si llegaba otra buena zafra. Los caraqueños ya no venían al campo como antes a comprar y a orientar a los caficultores, así que los patios y las máquinas servían para un mercado más reducido de vecinos en los pueblos de Arenas y Cumanacoa.

Decidió dejar dos hectáreas para la siembra de tomates «perita» y que sea lo que Dios quiera. Se tomó bien en serio la cosecha de tomates y ya habían crecido tanto que le daban más alto que su larga rodilla. Ese día tocaba quitarle los chupones a las matas y tensar las cuerdas para que no se doblaran. Habían dispuesto una manguera kilométrica para el riego y al, día siguiente utilizaría los fertilizantes que la comunidad había distribuido según la nueva política para la ayuda al campesino.

El viejo Alirio José, reemplazaba las varas de guayaba y cuerdas más resistentes. Ñaño lo había acompañado como siempre, pero se quedaron cortos con las cintas. Mientras Ñaño iba buscar más cintas en la casa, el anciano aprovechaba su altura para amarrarlas para que pudiera mayor comodidad en el transitar y manejar las herramientas. El pequeño y travieso hijo se entretenía con facilidad y era su costumbre de tener un tiempo de faena, diferente a todos. Al padre le faltaba el aire para regañar tanta tardan-za y, rogaba al cielo para que le proporcionara dinero para emplear a alguien que sí tu-viera la pericia de la siembra y sirviera de mentor a su querubín, el último hijo de Nieves.

Parecía una eternidad cuando se dio cuenta que Pedro se rezagaba ¿Por qué se tardaba tanto? De seguro estaba fumando. Pero era raro, Alirio José lo había capturado, pero no lo reprendió cuando el olor que provenía del patio cercano a la sala le dio a su olfato agudo. Era un tabaco cumanés y, por cierto, de su propiedad. Esta vez no le llegaba nada parecido y le cayó en la suspicaz duda ¿En qué estará ese muchacho?

Corría nuevamente el mes de julio, dentro de tres semanas estaría recogiendo la cosecha y la colocaría en el mercado de Cumaná. Pensaba que con el dinero podría arreglar el camión que se encontraba averiado desde mayo. Hasta el sombrero también necesitaba cambio, los olores de su propio sudor eran repugnantes. Pero las prioridades aparecían como espíritus cobradores: primero enviarle dinero a Eulalia Mercedes, pagar al vigilante, la comida de los animales y la de ellos dos.

-Pero ¿dónde se metió ese carajo? Qué si lo vuelvo a agarrar fumando…

En el momento que decidió a levantarse para buscar al muchacho…

–¡Páaa, papaaaa!… ¡aaquí le llegó esto de Eulalia!

Llegaba con pasos apresurados, sin las cintas con que sujetarían las plantas de tomate y a las veras introducidas en la tierra. Venía con las manos sucias, torpes… tan rústicas y de él resaltaba la blancura del papel.

–¿Qué traes de Eulalia, Ñaño? ¡trae pa cá, Ñaño…!

Desenvolvía el sobre mientras Pedro, detenido con las manos en la espalda, no le quitaba la vista, evidenciando su angustia por conocer noticias de su hermana. Más que eso, sentía una fuerte intriga por el motivo del mensaje, tanto así que lo único que le faltaba era menear la cola y que le saliera la saliva como un labrador presto a juguetear. Transcurría la plena faena del mediodía y el anciano rompía el sobre como si abriese un regalo muy preciado. Alirio Claveles se quedó con el sobre, mientras desarmaba las hojas y buscaba descifrar lo que ellas transmitían, pero era inútil, por más que las desarmaba estaba cayendo en la angustia que podría enfurecerlo y prefirió entregárselas a Pedro Aquiles. Por más que sabía leer y escribir, no alcanzaba a visualizar las letras y en el mismo momento, se acordaba que los lentes se encontraban en la mesa de la cocina. Una pequeña hoja cuadrada se desprendía de las tres páginas y caía en la tierra. No estaba acostumbrado a tener correspondencias; a decir la verdad, era la cuarta carta que recibía en diez años de estar en las tierras sucrenses. Sin prestarle mucha atención al sobre, Eulalia la había escrito hacía quince días desde su nuevo domicilio en Caracas.

–Tome Pedro, léala que no veo la letra de la doctorcita.

Pedro tomó la carta y con la tartamudez de un aprendiz, comenzó a ubicar las primeras líneas.

<<Papa. Espero se encuentre bien. Las clases están bien, aprendiendo mucho y ocupada desde que me levanto. Quería darle una noticia y es que me mudé de la casa de la señora Clara. No la aguanté más. Era como estar en un cuartel y me regañaba como si fuese una mamá,» –Hubo un rayón que tachaba dos líneas indescifrables y luego continuaba– «Tuvimos una discusión un poco fuerte. Estuve unos días con mi amiga María Auxiliadora y ahora estoy viviendo en una casa en La Pastora con la familia de unos amigos de la universidad. No se preocupe y para que se quede tranquilo porque sé que usted es inquieto, le dejo la dirección en la nota y allí está el teléfono de la casa… Yo lo llamo»

–¿Cuándo escribió la carta la doctorcita, Ñaño?

–A ver… el 16 de julio, dice aquí.

–El día de la Virgen del Carmen… estamos todavía a treintiuno y… yo no he recibido ná. Usté Pedro ¿Ha recibido la llamada?

–Noo. –rascándose la cabeza.

«Bueno papa,» –Siguió leyendo Pedro en medio de la verja que ladeaba las ado-lescentes plantas de tomate y un cují que le daba sombra. Las moscas eran incesantes y el sol había pasado a un segundo plano –«antes que pueda decírselo la señora Clara, le digo que tengo novio. Tiene que conocerlo, es un catire de familia española y lo pienso invitar a la casa para que lo conozca. Es muy apuesto y seguro le va a encantar.»

Debe ser ese la causa de la discusión pensó el viejo mientras Pedro, buscaba en la carta si le había dedicado algún saludo.

«Papa, vivo en su casa. Él se llama Israel Camposanto. –Continuaba la carta de Eulalia– «Pero yo duermo en mi propio cuarto y para que no se preocupe, el cuarto de su mamá se encuentra en el medio. Y yo comparto la habitación con mi amiga Rosario de la Trinidad. Ella es muy simpática y nos llevamos bien…»

–¡Pare Pedro, pare! ¿Campo… qué? –interrumpió como si ahora si le estaba pres-tando atención.

–C a m p o s… santo. Si.

–¿Pegado o despegado? Lea bien.

–Es corrío papa.

–Camposanto… –Desde su altura, parecía que lanzaba la imagen auditiva hacia la siembra de tomate, esperando que le trajera algo de alivio, pero la compañera de su hija, le provocó otra punzada en la columna que lo enderezó. –¿Y cómo dijo que se llamaba la muchacha?

–Rosario de la Trinidad –Respondió extrañado.

¿Camposanto…? Santo Rostro de la Virgen de… y ¿De la Trinidad?

El sobre de la carta temblaba con el pulso acelerado de Alirio y era obvio que el calor que hacía en pleno campo, cuando el sol se encontraba perpendicular a las matas de tomate, los cujíes cercanos y las palmeras inquietas estaban quietas, no podían ser la causa para que le produjera ese frío en el cuerpo.

Su mente se había enclaustrado como si el eco resonara en su caja cerebral: «Camposanto, Camposanto, Camposanto…y para colmo, de la Trinidad»

Pedro seguía tartamudeando la carta con las tres hojas y la nota adherida a una de ellas.

«No se preocupe papa,» continuaba la carta «…yo estoy muy contenta con los estudios y cuando menos lo piense, estaré por allá ejerciendo mi profesión de médico para curar a todo el pueblo. Lo que si estoy vendiendo son tunjitas dulces que la abuela de Israel hace para que llevemos a la universidad. Me preguntaba como hacía para que me enviara café y venderlo por aquí. Con diez paquetes de medio kilo para comenzar estaría bien. Están carísimo por aquí…»
Ni la gota de sudor que acostumbraba a pasearse por la nariz lo sacó de su letargo «…Camposanto… de la Trinidad»

–Venga Pedro, acompáñeme y ayúdeme llegar al rellano, que los recuerdos están haciendo que la boca se me reseque.

–¿Qué pasa papa? ¿Se siente mal? –respondió su hijo que nunca lo había visto desfallecer.

–Acompáñeme y deje la preguntadera pa más tarde.

El joven le seguía los pasos, extrañado de la nueva conducta del padre, mientras el anciano se preguntaba: ¿Qué más le debía a la vida? ¿Podría haber tanta coinciden-cia? Era obligatorio saberlo cuanto antes.

–Pedrito, tráigame un poco de agua templada y una cabeza de ajo. –Ni siquiera lo miró a los ojos y el hijo salió tan pronto terminó de decir “ajo”.

Se veía derrotado. Una joroba ligera apareció en su andar y, ayudado con la escardilla, se sentó en la mecedora donde una vez su hija Eulalia Mercedes chupaba la teta de la Nana Nieves.

–Me voy pa Caracas. Prepáreme unos saquitos de café en granos, arroz, harina de maíz, azúcar, harina de trigo (que allá no hay) y agarre también fororo. Le avisa a la comadre Georgina que me voy para Caracas en lo que amanezca. –Pedro asentía con cada encomienda y pestañeaba como si estuviese grabando.

El muchacho era en su presencia, tan obediente como él lo era a su edad, pero a su espalda, era un bribón de pueblo. Parecía que siempre vestía con los mismos pantalones vaqueros y las botas de hule hasta más arriba de los tobillos y, había heredado el pelaje oriental de la madre. Unos rizos casi anaranjados que se movían con su andar y él sabía que atraía miradas. Las pecas en su espalda enrojecida y los recién formados músculos de su talle llamaban la atención de las chicas y señoras del pueblo de Arenas.

–Termine con cuidado las matas de tomate. Me cuida las cabras y le presta atención a la cosecha y a los germinados de papa y ají. Óigame bien, Pedro: no se le ocurra descuidarme esas tres cosas que yo vengo cuando termine la semana. Además, cuide que no le caiga plaga a la cosecha que está floreando y la comida de los animales. No me descuide a las cabras, Pedrito. Allí le dejo una plata para que compre lo que haga falta y no se la gaste en sinvergüenzuras.

–Descuide taita que yo me encargo de todo. Pero… –se quitó la gorra llena de tierra y se rascó su cabeza anaranjada– ¿A qué va a sé usté pa Caracas? Deje que Eulalia se sabe defender sola. Total, ella prometió venir para la naividad… ahora con su… novio.

Pedro terminó para él el último párrafo de la carta:

–Ahh, si… mira: “Saludos y besos para mi Ñañito”. Se acordó de mí. “Bendición y cariños a todos por allá. Penélope”. –Pedro sonrió y metió la carta en el sobre y buscó el rastro de su padre. –Muchacha loca, todavía quiere llamarse Penélope.

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