Cierta vez un niñito vivió en un barrio de mi pueblo. Un día corrió como loco la primera vez que le encomendaron hacerle un mandado a su papá. El niñito a pesar de ser alto y donairoso era muy inocente, muy niño; ese día sintió que había escapado de una prisión y en la veloz carrera hacia la libertad dulce y fresca, ignorante de la topografía que circundaba el barrio, su pie torpe, no acostumbrado a tales aventuras y exigencias simplemente tropezó y el cuerpo alto del niñito cayó a un vacío desconocido que en ese momento le pareció interminable, tanto que tuvo tiempo de pensar en su padre quien lo esperaba confiado y en su madre, a la que vio aferrada al chuco anudado cada cuarta y trenzado en sus tres flecos de un metro, sin contar la agarradera que parecía más la empuñadura de un látigo, y aun tuvo tiempo de suspirar por el daño que iba a causar cuando el componente etílico de su primer mandado terminara por embriagar a los seres subterráneos del lugar cuando explotasen contra el suelo los seis tercios contenidos en la mochila de fique timbrado con motivos alusivos a una compañía cafetera de algún lugar del mundo.
La fuerza del estallido impulsó un fragmento que le causó una herida profunda en su brazo izquierdo que le hizo sangrar copiosamente. El caudal espeso le pareció oloroso a óxido y fue remediado por la abuela materna con un puñado de café que lo contuvo, pero el incidente no apaciguó la ofuscación de sus padres. Nunca se supo si el niñito fue castigado por aquel torpe acontecimiento, pero algo es seguro, ese día él comprendió que no vivía en una prisión. Más atento desde entonces a menudo escuchaba a sus padres comentar:
_ ¡Mija! ¿y el niño cuándo es que empieza la escuela?
_ Pues en octubre del otro año. ¿no ve que todavía no tiene la edad?
_Es que ya es un hombrote, pena es lo que va a sentir cuando se vea entre tanto sutico.
_Él también es un sute, lo que pasa es que salió de los grandes.
_A ese paso se lo va a llevar el ejército más rápido.
Esas últimas palabras de su padre le dieron la certeza de que en efecto no era un prisionero, aunque le estuviesen prohibidas muchas cosas, pero también que un día lo sería, porque para un niño como él, el Ejército era igual a la Policía y la Policía hacía prisioneras a las personas que se portaban mal y él lo había hecho. Aunque habían pasado ya muchos días y la herida ya había perdido la última concha de sanación seguía recordando su tragedia y esperaba desde entonces el momento en que la autoridad lo llevase a la prisión de la que todos hablaban como el lugar más oscuro y frío que podía existir.
El tiempo pasó y ni la Policía ni el Ejército llegaron en busca del niñito. Éste ya más conocedor y habiendo aprendido a vivir con las angustias llegó a una conclusión: _ ¡Me engañaron!
Nunca pudo comprender cómo es que sus padres, quienes decían quererlo tanto, lo habían condenado a una prisión más horrenda que la descrita por sus pesadillas de niño, una prisión cuyas paredes estaban en todas partes donde él se encontrase, pintadas de casas, de árboles, de gente, de escuela, de soledad, cuyos barrotes estaban hechos de miedo, tan infranqueables como el acero.
Nunca olvidó semejante prisión. Se dice que aun hoy, de vez en cuando, recorre su camino y entra en ella y cierra la puerta para no olvidar cómo sobrevivió allí, sin más arma y sin más pan que la esperanza de ser perdonado algún día.
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